Primero, el sonido: la Orquesta Filarmónica de Viena no se escucha como un conjunto sinfónico cuyos intérpretes están meramente coordinados, sino más bien como si fuera un solo y gran instrumento, plástico y reactivo a las intenciones de las partituras, y a su director en esta gira, el venezolano Gustavo Dudamel. Lo que sale de aquí tiene contornos precisos y siempre distinguibles. Eso ya impresionó desde un principio a los que asistimos a su único concierto en Chile, el jueves, en un Teatro Municipal a tope de público y de entusiasmo.
Segundo, el programa: tres obras de Brahms que, por historia o tradición, le pertenecen a esta orquesta. El concierto abrió con la Obertura Festival académico, Op.80 (1880), que toma canciones de universitarios alemanes, y que sonó, más que humorística o irónica -como destacan sus comentaristas-, decididamente voluminosa: esta orquesta puede sonar muy fuerte.
Le siguieron las Variaciones sobre un tema de Haydn, Op. 56b (1873), que toma un coral sobriamente expuesto y lo desarrolla en ocho versiones (y un final) que piensan esa música como algo que deja de ser material para convertirse en manantial de nuevas ideas, tanto temáticas como orquestales. La entrega de la Filarmónica de Viena brilló en sí misma, pero también como una excelente muestra de los métodos compositivos de Brahms.
Tercero, el sello de Dudamel: más que en las piezas que precedieron, en la Sinfonía Nº1, en Do menor, Op. 68 (1876), el venezolano marcó pasajes con su personalísima mano. Entre muchísimos aciertos, el comienzo del primer movimiento, con el tema de dos líneas, una que asciende y otra que desciende, con una cuerda segura y el pulso de los timbales sin ninguna estridencia, pecado frecuente en otras interpretaciones; la marcada nostalgia del
Andante sostenuto, con perfectos solos del concertino. Y, en el final, antes de la entrada del himno, los dos pasajes de pizzicatos ralentizados y tocados pianísimo al inicio. Le conocemos gestos como esos a Dudamel, y el resultado es de auténtico descubrimiento. Notable.
Como
encores, el segundo número del Divertimento para orquesta (1980), de Leonard Bernstein (este año, en su centenario), un delicado vals que cojea elegantemente en sus 7/8, y la polca "Winterlust", Op. 121 (1862), de Josef Strauss, que recordó que esta orquesta es, también, la que hace los conciertos de Año Nuevo más famosos del mundo.