Nada parece haber más escaso que el pensamiento crítico, y un reflejo paradójico y terrible de esa escasez es cómo sus supuestos portaestandartes lo dejan de lado allí donde más lo deberían ejercer: respecto de su propia disciplina y la manera como esta se despliega en la universidad contemporánea: que la filosofía sea la guardiana del pensamiento crítico, que su enseñanza en universidades y colegios sea garantía de la formación de habilidades mentales cuestionadoras y de un espíritu de argumentación, de disciplina de pensamiento, de disposición a someter cualquier afirmación al escrutinio y debate racional es, quizás, la premisa que de manera urgente la propia filosofía debería abordar críticamente. Y no lo hace aquí, al menos.
La tendencia a la burocratización del pensamiento, a la extrema especialización, al comentario tedioso y estéril de las ideas ajenas, a la formación de capillas donde campea el dogmatismo y la autocomplacencia, a la incapacidad de generar un conocimiento que interpele mínimamente al hombre y a la mujer de hoy a partir de su situación y problemas más concretos, la ha puesto a la defensiva desde hace décadas, se diría durante toda la segunda mitad del siglo XX. La ambigua, por decirlo delicadamente, postura de la gran filosofía alemana frente al régimen nazi no fue, diría, un ejemplo de pensamiento crítico y ello parece marcar un hito en la apreciación de la disciplina acerca de este punto.
El retroceso, desde entonces, de las humanidades en el currículum escolar y universitario es universal, particularmente en Europa y Estados Unidos y, de entre todas ellas, la principal afectada es la filosofía. Pensar que se trata de una actitud del Consejo Nacional de Educación o un síntoma de nuestra decadencia cultural es una ceguera enorme respecto de la amplitud, profundidad y antigüedad de la crisis que la afecta. Ensoberbecidos por el prestigio legendario de la filosofía, algunos cultores actuales tienden a no ver cómo para la sociedad en la cual se inserta, su praxis concreta ha devenido en un oficio esotérico percibido como inútil, sin una función formativa evidente, ensimismado en sus minúsculos quehaceres, en el cual resulta irreconocible la noble y magnífica figura de la filosofía y del filósofo, que, a contracorriente de este debilitamiento, prolifera por todas partes bajo la confusión lamentable consistente en creer que basta con tener un "doctorado en filosofía" para automáticamente convertirse en filósofo, y publicar un "paper" en una revista indexada para que ello sea filosofar.
Si alguna vez la filosofía fue dialéctica, oposición permanente y argumentada de razones en torno a problemas y preguntas centrales del "espacio público" -es decir, pensamiento crítico-, es muy dudoso que lo sea hoy. Duele decirlo, pero reconocerlo es el principio del principio del camino hacia el reencuentro con su virtud originaria.