Me pasa cuando regreso de vacaciones que me asalta una duda. Participo, como todos, de esas conversaciones habituales donde cada uno cuenta con entusiasmo lo que hizo durante el asueto. Es entonces cuando me invade la duda. Mis interlocutores generalmente se han subido a aviones, han bajado ríos, han conocido culturas exóticas, han capeado olas, han escalado montañas, se han bañado en aguas turquesas, han probado comidas extravagantes, han visitado familiares, han navegado por mares cálidos y lagos ventosos, han vivido el éxtasis de fiestas y carnavales. Yo nada de eso. Mis vacaciones consisten en instalarme en un lugar del sur de Chile, siempre el mismo, con el único plan de no moverme de ahí hasta mimetizarme y aburrirme. Cero aventura, pura rutina; una rutina doméstica, material, práctica, de caminar de allá para acá reparando, limpiando, construyendo, cocinando.
¿Estará bien, me pregunto? ¿No estaré desaprovechando las vacaciones? ¿No será mejor secretar adrenalina?
No es esta la primera vez que me cunde la duda. Cuando parto, siempre me voy con planes de emprender alguna iniciativa fuera de lo común -visitar amigos, ir a lugares desconocidos, recorrer ciudades cercanas-, pero termino impajaritablemente por desistir, admitiendo con algo de rubor que quedarme quieto en ese microcosmos que me recibe cada verano, hasta el punto de sentirme parte de él -ficticiamente, lo sé-, es mi auténtica fuente de placer y descanso.
¿Será la edad? Seguramente. Recuerdo la escena en una novela de Vila-Matas. Están reunidos en su tertulia habitual unos hombres mayores. Uno de ellos, cuya mujer acababa de dejarlo, declara que lo que desea es abandonarlo todo y viajar a lugares que siempre ha querido, pero no ha podido conocer porque a su mujer no le gustaba viajar. Entonces uno de ellos, que lo ha escuchado con atención, le dice: "Nunca hay que viajar adonde no se ha estado antes, porque trastorna: hay que volver donde ya se ha estado". Bueno, por eso voy siempre de vacaciones al mismo lugar, eso sí que con mi mujer de siempre.
Me sucede también que cuando regreso a Santiago, y con la mente vacía debo enfrentarme a la página en blanco de mi próxima columna, la que para efectos prácticos es la primera del año, la que lo inaugura, empapado aún por la ingenuidad con que uno ve las cosas cuando no está atrapado por el frenesí de la vida metropolitana, hay un impulso que me lleva a escribir sobre algo que observé o sentí durante las vacaciones: es, digamos, algo así como mi rito de pasaje. El resultado de esto -ya me ha ocurrido durante varios años- es que pongo por escrito comentarios que causan algún escozor porque no se ciñen -todavía no: ¡si tengo todo el año para ello!- a los patrones de lo políticamente correcto.
Esta vez me habría gustado hacer lo mismo, pero tal vez porque la quietud fue demasiado profunda, en esta ocasión no es mucho lo que tengo por decir. Solo puedo reiterar algo que ha vuelto a impresionarme: el gigantesco poder emancipador que han tenido para los compatriotas que viven en zonas rurales apartadas el teléfono celular, la cuenta RUT, la camioneta, la red de carreteras y la malla de servicios asistenciales del Estado, especialmente en el campo de la salud. Con estos dispositivos a su alcance han podido derrotar a quien fuera su principal enemigo: la distancia. Ellos han hecho que la vida rural deje de ser periférica, con microcosmos cada vez más articulados entre sí, con las metrópolis cercanas y con el mundo. Santiago, en cambio, es mirado como un monstruo caótico y devorador que los invade cada verano, que a su paso algo deja, pero con el que no los ata nada. Este quiebre, me temo, es un rasgo que marcará profundamente a la sociedad chilena.