El mejor halago que he recibido por lo que escribo me lo dijo alguien señalando con la mano dos puntos en el espacio: "tú haces un mundo con lo que va de aquí a allá". Estábamos en un café, sentados junto a un pasillo que daba a una vidriera hacia la calle. Entraba y salía gente todo el tiempo, y en la superficie de la vidriera se reventaban los reflejos de los autos que pasaban bajo el sol. A la vez se proyectaban -como fantasmagorías- las hojas de los árboles del verano.
Pensé que sí, que esos pocos elementos eran suficientes para vivir una experiencia de cierta complejidad.
Curioso efecto, en cualquier circunstancia, el de los vidrios de los ventanales, en la medida en que rinden de una misma manera la opacidad y la transparencia. Dejan ver lo que hay al otro lado a la vez que duplican en un plano algunas de las cosas de adentro (plafones, pantallas de televisores) superpuestas a las de afuera.
Así como en sus talleres literarios Gonzalo Millán llevaba a los alumnos al zoológico, los de Alfonso Calderón consideraban un ejercicio que podría haberse llamado "viaje alrededor de mi pieza", como el famoso relato de De Maistre. La reducción obligatoria del espacio de representación producía, en este caso, una especie de revelación: la de aquel sector de la realidad que el condicionamiento nos lleva a omitir por encontrarse demasiado cercano.
La propia pieza, el cuarto en que se vive, es el minarete de la autoconciencia, el modelo de todos nuestros desplazamientos y el último reducto de nuestra inmovilidad. Aunque viajemos lejísimos -digamos a Bakú en Azerbaiyán- lo haremos en referencia a nuestra intimidad esencial, determinada por las cuatro paredes de nuestra pieza, por sus ventanas, por la cama en que padecemos otra clase de viajes. Igualmente, si amamos a alguien amaremos su pieza, la "satelitaremos" al menos mentalmente, tendremos su olor impregnado en la memoria afectiva y creeremos entender el modo en que la luz del día evoluciona en esa pequeña porción del universo.
William James habla de que una pieza es a la vez la realidad concreta y la idea del que la percibe. Habría en este sentido una segunda pieza que acarreamos a todos lados. Por su parte, Robert Bosnak nos enseñó a programar nuestra experiencia de una pieza -la que incluye los cinco sentidos y la retención de las imágenes en la memoria- como si fuera un sueño. Un sueño que permite ingresar a otro sueño.
Alguna vez conocí a un tipo que vivía como relegado en una pieza minúscula de un gran departamento. La ventana de la pieza no daba a un parque como las demás, sino a un "patio de luz" y al muro gris trasero de un edificio aledaño. Sin embargo, por las cañerías podían escucharse conversaciones y música de departamentos vecinos. Para esa persona esta posibilidad -que se daba en las noches- constituía un alivio, una compañía y un efecto de intimidad que funcionaba como inductor del sueño.