Hay culturas donde conversar con un completo extraño en el espacio público es algo natural, incluso apreciado, parte de los juegos cotidianos de la vida. Requiere atrevimiento, confianza en el prójimo. Ocurre en sociedades que miran al otro como un posible igual, que cultivan la conversación como un instrumento para expandir los horizontes personales, para intercambiar ideas, para oír y ser oído. Hay un evidente placer en esa aventura colectiva de estar siempre dispuesto a conversar con quien se nos presente.
No es el caso de Chile, y cuando los chilenos viajamos, nos admiramos de esa voluntad de interacción que tienen otras sociedades. Lugares donde si alguien va sonriente por la calle, la gente le sonríe de vuelta, como un regalo. Aquí, en cambio, todo parece ser de reojo, inspeccionando, calculando, ubicando mentalmente en el universo antes de permitirse un contacto. Basta recordar lo que sucede al entrar en un ascensor, donde cada uno esquiva la mirada y se hace el desentendido en el más incómodo silencio. Rarísimo.
¿Qué nos habrá pasado? ¿En qué momento de la historia se habrá cuajado esta idiosincrasia nuestra tan desconfiada y temerosa? ¿Proviene de la Colonia, cuando se nos prohibió el Carnaval y las mujeres debían andar tapadas con un velo, o es algo más reciente? Me pregunto, por ejemplo, si en ese centro de Santiago tan intenso y cosmopolita que tuvimos en los años '50 y '60, repleto de buen comercio, fabulosos teatros y restaurantes, interminable vida nocturna, no había más roce social y encuentros fortuitos en el espacio público que en el Santiago de hoy. Y es que muchas de las actuales cuitas de nuestras ciudades tienen que ver precisamente con nuestra apatía: los problemas de convivencia y seguridad comunitaria tienen que ver con comunidades sin cohesión interna, con vecinos que no se conocen; el abandono y maltrato del espacio público tiene que ver con su programada depreciación, en un país -único en el mundo- que decidió favorecer la proliferación de enormes centros comerciales privados, antes que fortalecer el comercio urbano y por lo tanto la calidad de la vida en las calles. ¿Acaso existe algún boulevard rutilante en todo Santiago, donde encontrarse casualmente con la humanidad? No existe, y el mall jamás lo podrá reemplazar, pues es un negocio privado cuya razón de ser es el consumo -todo lo contrario del espacio público-, donde la cultura del reojo y el cálculo es llevada al paroxismo.
Si queremos mejorar las condiciones de vida en nuestras ciudades, debemos potenciar las oportunidades de relaciones sociales de la población. Para ello, necesitamos abundante espacio público y de la mejor calidad posible; lugares de encuentro, interacción casual y permanencia. Debemos perfeccionar el transporte público. Debemos devolver a la ciudadanía anchas veredas y paseos, llenas de atractivos, tan agradables como para hablar con extraños.