Unos cuantos principios de conducta, de aparente modestia a una primera mirada, se abren a amplias perspectivas para la convivencia humana. El "alterum non laedere" atribuido a un remoto jurista imperial, así, encierra en sí mismo una buena parte del derecho civil hasta el día de hoy, que es como una suerte de delicado comentario de ese precepto.
El daño enfrenta a quien lo cometió con la víctima, la cual exige una compensación que, de algún modo, restablezca la situación anterior al hecho lesivo: la obligación que tiene el primero de indemnizar los perjuicios que ha causado al segundo es la responsabilidad propiamente tal. De la prohibición de dañar se sigue la obligación de responder por los daños. Si un daño queda sin responderse, no solo la víctima padece la injuria, sino que se genera un desequilibrio que afecta a todo el cuerpo social, subsistiendo de no mediar una indemnización satisfactoria.
Usted se imaginará, mi estimado lector, todas las complejas implicancias y sutiles distinciones y matices que surgen cuando este escueto principio se aterriza en la práctica cotidiana.
Todo esto se me vino a la cabeza a propósito del "Caso Karadima". Después de más de trece años de que una de las víctimas presentara una denuncia oficial ante la autoridad eclesiástica responsable -esa es la palabra-, ahora la más alta jerarquía de la Iglesia Católica, que ya había dictado sentencia condenatoria respecto del principal implicado, envió a un funcionario del máximo rango a cargo de una nueva investigación. Nunca en la historia de la Iglesia chilena se dio una intervención semejante, que tiene en la mira, al menos, a un obispo. La gravedad de esta situación es patente.
A mi entender, la razón de que se haya llegado hasta este extremo radica en una grave imprudencia al no considerar la índole y cuantía del daño producido en torno a la parroquia El Bosque, no haciendo la actual prolongación del conflicto sino poner a la vista que los daños no solo para las víctimas directas de abuso sexual, sino para la Iglesia entera, son enormes y todavía no han sido completamente reparados. La Iglesia y los católicos tenemos el deber y el derecho de exigir una aclaración completa y una máxima reparación posible.
El grado de corrupción del ministerio sacerdotal que se dio, según consta en la propia investigación vaticana; la duración de esa corrupción, su exitoso crecimiento durante décadas, el engaño repugnante hacia la feligresía confiada, claman por sanciones que requieren, a la vez, un discernimiento fino de los distintos niveles de responsabilidad, firmeza y coraje en la aplicación de las medidas quirúrgicas necesarias y de una misericordia activa y eficaz hacia las distintas víctimas.