Las ciudades no son sus monumentos históricos, sus "panoramas" o paseos. Julien Green, novelista francés, decía que las ciudades que de verdad existen son aquellas en las que uno ha sufrido algo, y París era para él un entresijo de calles y callejuelas que estaban asociadas a una separación, una pena de amor o alguna tristeza, y por eso le era tan entrañable, tan real. Los turistas no conocen de verdad París porque no han sufrido en ella, afirmaba enfáticamente Green, cuyas novelas son la mejor guía para conocer desde adentro, en sus luces y sombras, esa "ciudad eterna".
Los grandes amores no se construyen solo de euforias o epifanías pasajeras: hay que tener heridas para que esos amores se te metan adentro y no queden solo a un nivel epidérmico. Eso sucede con las personas y las ciudades. Eso me está pasando con Valdivia, ciudad a la que vuelvo todos los veranos hace casi dos décadas y a la que me gusta escaparme en el invierno, cuando la nostalgia de lluvia se vuelve insoportable en Santiago. Pero nunca había sentido por Valdivia lo que siento hoy y me doy cuenta que es porque una amiga muy querida -que tantas veces nos sirvió de guía por esta austral ciudad- ya no está aquí. Stela Somerhoff falleció hace unos meses, y nunca pensé que el retorno a estas calles y esta costanera iban a estar tan cargados de su presencia/ausencia.
Ahora Valdivia duele: no de una manera punzante ni negativa -porque Stela era pura luz y amistad desinteresada y sabia-, pero duele. Y, entonces, de verdad comienza una relación distinta con la ciudad. En cada esquina creo que va a aparecer ella de pronto debajo de una de las breves lluvias de verano, con su elegancia de niña eterna.
Stela había quemado las naves de muchos convencionalismos y también un pasado de dolores (siempre vividos estoicamente) para quedarse aquí, cerca del río, en realidad frente a él, en una pequeña casa como de un cuento alemán de los Hermanos Grimm. Ella habría sido el hada salvadora o la niña heroína de ese cuento, una Gretel de la Selva Fría. La última vez que la vimos fue en una cabaña entre Valdivia y Niebla donde solemos recalar: ahí nos contó -con la misma paz y luminosidad de siempre- sobre la enfermedad terrible que se había apoderado de su cuerpo. Y digo de su cuerpo, porque nunca se apoderó de su alma, un alma superior a todos los límites que su propia vida le impuso.
Su decisión de venirse a vivir en Valdivia, una vida sencilla y austera, tenía que ver con ser por fin ella misma, Stela en plenitud y sin mentiras ajenas a su ser. Me confesó una vez que no le gustaba el estilo de vida de los santiaguinos, llenos de alarmas y cámaras, prisioneros de la paranoia y la sospecha, y no me la imagino a ella sino aquí, en esta ciudad que no estando en el centro de nada (pues no aspira sino a ser Valdivia), está en el verdadero centro de todo.
El río, que aparece por todas partes (lo estoy viendo mientras escribo esta columna), viene a decirnos lo único esencial que necesitamos escuchar: que todo fluye y cambia, que los cisnes de cuello negro volvieron después de la catástrofe y que Stela -que era como un cisne- ha vuelto en la brisa que mueve el follaje de los árboles de hoja perenne, en el canto de las bandurrias, en los pasos de un desconocido que silba en el bosque (como decía Teillier).
Sé que cada vez que vuelva a Valdivia volveré a sentir la misma pena por la pérdida de Stela. El origen etimológico de su nombre lo dice todo: "estrella de la mañana". Stela, estela, huella. Alma solitaria y libre y bella. Ahora Valdivia me dolerá, y dejará de ser el telón de fondo de unas vacaciones sureñas para ser la ciudad de la amiga ausente. Pero no perdida. Porque con Stela, Valdivia -la ciudad cantada con tanta nostalgia alguna vez por Schwenke y Nilo- parece ganar otra luz, la luz con la que los amigos muertos nos guían a nosotros, los vivos, en este descenso -tan breve-, a veces agitado, a veces suave, por el tiempo y el río. Y por las ciudades que ya están dentro nuestro.