Hace poco más de dos siglos hubo una eclosión que dio luz a la economía moderna. Aparte de encandilarnos con muchos aparatos, constituyó la primera posibilidad, con visos de concreción, de superar la pobreza en toda la evolución humana. Se entiende que la definición de pobreza es relativa y que hasta en los países más desarrollados hay bolsones de población sumidos en ella; y que las angustias de la existencia humana no son disueltas por el progreso material ni por la mayor expectativa de vida, una de las grandes transformaciones del ser humano en menos de un siglo.
Tampoco este cambio ha dejado de cobrar un tributo elevado, que me gusta graficar en que cubrimos de cemento al planeta y con ello se erosiona la posibilidad de vida en el único trocito del universo en el que -hasta donde sabemos- es posible la vida. Inseguros acerca de la causa del cambio climático, es sin embargo un terreno donde me parece conveniente confiar en el sentido común. Algo tiene que pasar.
Lo mismo con la explosión demográfica. La tierra no soportará un aumento indefinido de población, aunque las megatendencias actuales -siempre están cambiando estos pronósticos- muestran resultados contradictorios: aumentos incontrolados en algunas zonas del mundo y reducciones problemáticas en otros, una suerte de encogimiento demográfico como en Europa, la que va a perecer más porque se niegan a tener guaguas que por la arremetida musulmana. En este sentido, Rusia está complicada e incluso China va a tener problemas en las nuevas generaciones. Con todo, se ha demostrado que es un problema manejable; en cambio, cruzada cierta frontera, la crisis medioambiental no lo será.
El medio ambiente no es tema de la modernidad solamente, como es de rigor afirmarlo como algo científico en muchos círculos académicos. Existieron muchos casos de poblaciones que depredaron su naturaleza circundante, siendo nuestra Isla de Pascua un ejemplo muy citado, y también existe cambio climático natural. Las consecuencias de la revolución industrial desde el 1800 han convertido esta expectativa en una espada de Damocles que se cierne en cámara lenta, pero segura.
Porque renunciar a las consecuencias de la economía moderna y de la técnica no conlleva un intercambio con una utopía feliz, sino que daría al traste con el "mejoramiento" (concepto que usaban ya algunos que defendían la revolución industrial poco después del 1800), lo que desembocaría en un primitivismo en el peor sentido de la palabra (existe un sano retorno a lo primigenio). Nadie soportaría voluntariamente la abdicación a los bienes de la economía moderna (entre ellas, las vacaciones, que el lector está posiblemente gozando). Lo que es importante en este proceso es demostrar cómo, con una organización adecuada, más países podrían transitar a un estado de desarrollo, categoría siempre variable pero real.
En los debates y pugnas cada día más frecuentes entre el desarrollo y la visión o sentimientos de la población acerca de su entorno (obras públicas versus interés y preferencia de ciudadanos; inversiones versus temores a trastocar la vida en el buen vivir), este dilema puede llevar al país y al mundo a su autodestrucción si se le toma con mortal seriedad, asumiendo posiciones irreductibles. Una civilización, es decir, la vida social organizada de manera creativa, consiste en una parte fundamental en alcanzar la coexistencia de tendencias naturales contradictorias, de fuerzas que se entrechocan y de intereses contrapuestos.