Leo, para combatir la dispersión de pensamientos, un diccionario antropológico sobre el más allá, una ordenación alfabética de los conceptos que las culturas cototudas del mundo han asociado con la supervivencia del alma. Gran decepción: aquellos prospectos espirituales parecen haber sido confeccionados por burócratas. Hay algo de inventario en la descripción de las esferas ulteriores: 37 puertas de oro, no sé cuántos rayos también de oro, dos perros guardianes, cinco ninfas, siete altares de diamante.
Son mundos por lo demás en apariencia horribles. Hay demasiado oro en ellos, más del que uno quisiera ver en la vida corriente. Es extraño lo estruendoso y trabajoso que resultan estos mundos post mortem, en circunstancias de que uno tiende a suponer que los muertos se encuentran en modo de descanso eterno.
Cuando pienso en la muerte, me imagino un rincón soleado y modesto, expuesto al viento, cercano a los árboles y al agua. Es el lugar donde quisiera que fueran olvidando mis restos. Por cierto, es un deseo que formulo estrictamente desde la vida. El bulto material en degradación que pasamos a ser una vez muertos no debería tener conciencia del sitio en que se encuentra. Ser polvo, ser ceniza o barro a alimento de aves carroñeras no debería marcar una gran diferencia.
Recuerdo ese hermoso párrafo de Schwob sobre su visita a la tumba de Stevenson, la descripción de la playa y de un pedazo de mar cruzado por "una franja de espuma". Schwob, que en sus
Vidas imaginarias incurrió en un detallismo sensualista, pareciera no haber querido en este caso que un exceso de palabras mancillara el entorno lejano donde había quedado el cuerpo de su maestro. Es eso no más: dos o tres planos del "blanco día" y la franja de espuma flotante en el indiferente azul.
Cuando se nos muere alguien cercano, el rito de la iglesia es una especie de alivio, en la medida en que inscribe la muerte en un esquema mayor de sentido. Precisamente venimos un poco aturdidos, vaciados, y nos cuesta conciliar el movimiento continuo e implacable del mundo con el término drástico de una existencia amada. Las palabras prescritas, los cantos, las oraciones nos ofrecen una promesa de que la soledad no es absoluta y de que las tinieblas no nos rodean de una manera incontestable.
Basta con eso. El silencio es mejor que cualquier discurso fúnebre. Sobre todo en el caso de que el muerto sea un hombre célebre, siempre habrá quienes quieran endilgarle sus palabras sentidamente ornamentales, como si el otro no hubiera escuchado suficientes palabras en su vida.
El gesto de despedida más impresionante que he visto fue en el funeral de Juan Luis Martínez, en 1993. Cuando bajaban el ataúd a la fosa, en medio del silencio de los asistentes, Armando Uribe se dio un fuerte palmetazo en la pierna, como queriendo que el dolor físico atemperara el otro dolor, el afectivo.