La situación es clásica y más ahora en mitad de las vacaciones, donde medio país se va, el otro regresa, y la mayoría viaja por la carretera madre que es la Ruta 5, y a su largo y ancho se levantan las cabinas de peaje.
Un chofer las distingue desde antes por las señalizaciones, disminuye la velocidad y viene con una visión previa, porque acaba de pasar lo que era una reparación por el puñado de conos y el trabajo por hacer: cubrir un socavón o hacer un hoyo. No le quedó claro. Este era el personal: un chofer dormido frente al volante de una camioneta a la sombra, y a su lado, apoyado en la puerta, un compañero mirando el celular. Un grupo de tres operarios observaban la perforación, un cuarto sentado a la vera del camino, el quinto comía moras de un moral y el último, dentro del hoyo, era afroamericano. Ocho en total.
Fugazmente pensó en desarrollo, discriminación, crecimiento, OCDE, salarios básicos, racismo y productividad, pero eran las vacaciones y se concentró en el artefacto que tenía por delante: el peaje.
No se trata del número de casetas, si diez o seis, sino que la mitad estaban cerradas, así que eran cinco o tres las operativas, que es un término que le suena repelente y siútico.
Debido a la situación de estrechez los autos, buses y camiones podían ser la mitad, pero eran el doble y avanzaban a la vuelta de la rueda.
Recordó a su abuelo que tantas veces le contó cómo eran las carreteras por Europa o Estados Unidos y terminaba su comentario con una frase que era mezcla de exclamación y suspiro: "Nos falta mucho como país".
Viaja con algo más que acaba de ver, fue 500 metros atrás o algo así. Al costado de la carretera se levantó un pueblito para la venta artesanal de productos regionales -pasteles, pan amasado y dulces- que entre paréntesis son idénticos a los que ofrecen en el peaje anterior y también en el previo.
El recinto de comercio típico está vacío y da la impresión de que los vendedores nunca lo ocuparon, y por eso rodean a las casetas de peaje y se abalanzan sobre los vehículos que esperan.
Y recuerda, cómo no, que una vez compró y según la etiqueta la fábrica de esos pasteles estaba a 800 kilómetros de distancia. En fin: si era regional allá, por qué no lo ha de ser acá.
Hay filas repletas, va de vacaciones y no tiene prisas, pero igual va apurado.
El peaje ofrece un incentivo extra: elegir la fila más rápida y adelantar al par de autos que lo pasaron en la carretera. Su experiencia le dice que la expedita es la del costado, donde se distinguen tres camiones, que son preferibles a su equivalencia de nueve autos, por los seis peajes y los seis vueltos menos que dar.
Lo que no sabía es que el camionero conocía a la señorita del peaje y conversaron no demasiado, pero lo suficiente. Pensó en la automatización, la robótica y el cobro magnético, porque lo de ahora es evidente: se metió en la peor de las filas.
Una voz de niño, desde atrás del auto, le pregunta por qué van tan lento.
No se puede echar la culpa.
Así que le responde con lo clásico: "Porque nos falta mucho como país".