¿Debemos dejar de leer "El mercader de Venecia" por antisemita o retirar una pintura de Schiele por cosificar el cuerpo femenino? Las sociedades segregan un conocimiento acerca de ellas mismas, un conocimiento interesado en su sobrevivencia, estabilidad y expansión. Algunos autores llaman a ese conocimiento doxa, y nos ponen en guardia respecto de él, porque si bien cumple una función en nada despreciable, está lejos de aproximarnos a la realidad de lo que esa sociedad es.
La doxa, de partida, trabaja generando estereotipos, abstracciones enemigas de los matices, la diferenciación y la concreción. Su principal operación es la normalización, es decir, someter lo complejo, diferenciado y diverso a una misma norma. Por decirlo llanamente, busca meter la realidad irregular en una única horma de zapato. Ello le permite dictar reglas, establecer responsabilidades, construir identidades comunes que le den continuidad en el tiempo, pero sacrifica verdad y diferencia.
Algunos piensan que ese conocimiento está siempre relacionado con el poder o control que un grupo de la sociedad -el dominante- quiere mantener sobre el resto de la sociedad -los grupos dominados- y, entonces, suelen llamar a la doxa "ideología".
El marxismo ortodoxo es la teoría más conocida -pero no la única- a este respecto, sosteniendo que son las condiciones materiales -los medios y modos de producción- las que determinan las formas simbólicas y culturales. Este modelo de crítica cultural entró en crisis a mediados del siglo pasado porque aparecía como evidente que el conocimiento, los valores y sensibilidades compartidas, el estrato simbólico de la sociedad, en muchas dimensiones no era un reflejo de la estructura económica capitalista y, en vez de promover su conservación, se volcaba en contra de ella, la cuestionaba y oponía una visión de la realidad diferente a la que convenía a los intereses de los grupos dominantes e, incluso, daba lugar él mismo a la construcción de un conocimiento alternativo, generaba identidades complejas y mutables, matizaba y reelaboraba.
Los elementos simbólicos de la sociedad deben ser sometidos a crítica de manera incesante para hacer visible lo individual y subjetivo que se desmarca o rebela respecto de la doxa que los envuelve. Es una operación que requiere sutileza y autoconciencia porque el mismo crítico suele estar enredado en la maraña de la doxa, pero es el modo de reconocerles valor y entenderlos mejor.
Ni la autonomía de la cultura ni la relación unívoca y unilateral entre sociedad, economía y cultura son sostenibles. Cultura, política y sociedad se trenzan de un modo complejo y es preciso abordar la crítica al "reino de la doxa", a las fuerzas objetivas que tensionan los campos de creación cultural y presionan sobre la creación y el gozo estético a la luz de nuevas y repensadas categorías. El espíritu crítico es necesario y no tiene vuelta atrás, pero puede, paradójicamente, convertirse en un peligroso instrumento de fanatismo y censura.