El Presidente electo ha dicho una y otra vez que se acabó la era de la retroexcavadora. Que su gobierno va a ser moderado, prudente, de centro. En buena hora. Pero queda una pregunta difícil: ¿qué hacer con los escombros que la retroexcavadora dejó? Porque en muchas áreas su efecto destructivo fue como el del terremoto de 2010, y tendremos ahora que abocarnos a la reconstrucción. No necesariamente para reeditar en forma exacta las estructuras anteriores a la Nueva Mayoría -nada era perfecto antes de su portentosa instalación-, pero sí para contar con políticas públicas que funcionen.
Pienso en la educación escolar. ¿Qué hacer? En 2010 teníamos un sistema sanamente heterogéneo, producto de una larga evolución histórica. Colegios de estructura diversa: particulares subvencionados con o sin lucro y con o sin copago, municipales, privados, religiosos, laicos. Claramente había que mejorar la calidad, incluso de los privados -en las pruebas PISA solo un magro porcentaje de alumnos chilenos alcanzaban esos niveles de excelencia que se requieren en una economía de conocimiento-, y había que avanzar en equidad.
Una reforma tendría entonces que haberse concentrado en mejorar la calidad de la enseñanza, modernizar el currículum, empoderar más a los padres para que de verdad pudieran seleccionar buenas opciones para sus hijos, y destinar importantes recursos para potenciar la educación pública, para que se volviera ojalá la mejor de todas. También desde luego expandir y mejorar la prebásica. En vez de eso, se optó por usar los escasos fondos en expropiaciones inmobiliarias, reemplazo de copagos (a pesar de que para muchos padres esto les daba legitimidad para ejercer influencia en los colegios), y gratuidad universitaria. El desafortunado efecto colateral de esta será el de reducir la calidad de las universidades, minando su capacidad para atraer buenos profesores, hacer investigación, y gobernarse con autonomía.
Desde estos escombros necesitamos grúas para levantar el sistema educacional para que sea compatible con los tiempos que vienen, en que cada vez más trabajos serán realizados por robots. Necesitamos buena educación prebásica. Más y mejor educación terciaria abocada a lo técnico. En los colegios, más énfasis en capacidad creativa y en enseñarles a los alumnos a aprender, y menos en impartir información propensa a volverse obsoleta. Disciplinas duras -física, química, biología, robótica-, pero no su pura teoría inútilmente memorizada para después ser olvidada, sino llevadas al mundo real con experimentos prácticos en la clase. Desde luego un alto nivel de matemáticas, y educación humanística que les enseñe a los alumnos a pensar. Por ejemplo filosofía, pero no que memoricen lo que dijo algún filósofo, sino que aborden problemas filosóficos específicos. O historia, no solo memorizando incontables datos, sino analizando causas y efectos. O literatura para entender lo que es la condición humana. O idiomas, no solo por su utilidad, sino porque abre la mente descubrir que fonemas distintos puedan denotar una misma cosa, o, mejor dicho, casi la misma, porque en ese "casi" hay todo un mundo a explorar.
No es casual que el financista Bill Miller haya donado recién 75 millones de dólares a Johns Hopkins para filosofía, disciplina que le sirvió a él -como también a George Soros- para armar exitosos fondos de cobertura. Nada más importante que aprender a pensar en un mundo en que tantas profesiones se volverán obsoletas Tenemos que preparar a nuestros niños para ese mundo, sin los prejuicios sesenteros de la retroexcavadora. Un magnífico desafío para el eximio ex columnista que oficiará de ministro de Educación.