Sobre Nicanor Parra todo se ha dicho no sé cuántas veces. La mayoría de las cosas las dejó dichas él, y nosotros, los que lo admiramos y quisimos de cerca, no hemos hecho otra cosa que repetirlas. Era el antipoeta y el antimago, odiaba la belleza porque presentía en ella la cara amable del poder, el germen de todos los totalitarismos contra los que la poesía, evitando incluso el totalitarismo de ser antitotalitario, se rebelaba.
Lo pasábamos bien, es lo que cuesta explicar. Explicar qué rara forma de placer es Parra para los que fuimos sus amigos. Viajando a Las Cruces para el funeral con la Morgana y Rodrigo Rojas me doy cuenta de que esa era parte esencial del pacto. Ir a ver a Parra podía ser importante, aleccionador, pero era sobre todo divertido. Las frases para el bronce y las copuchas, los chistes buenos, malos y sublimes, los amigos, toda esa gente de mi edad y menor o un poco mayor que yo conocí con Parra o que Parra unió entre sí con un vínculo de complicidad imborrable. Y ¿quién está con quién?, ¿y que está haciendo o no este o el otro? Esa infinita curiosidad por los mínimos acontecimientos que eran parte de la grandeza de Nicanor o de su generosidad al menos. De Parra no me quedan casas, ni cosas, sino caras, gente que fue parte de esa obra en entera construcción que consistía en la demolición de cualquier retórica ampulosa, de cualquier especulación con las palabras, de cualquier intento de embellecer la belleza sin adjetivo de la Realidad Real.
Que todo eso sucediera en Las Cruces, al lado del restaurante El Kaleuche y su impagable vista, y El Sauce, del valle de Lo Abarca y sus costillares y la puesta del sol, donde fuimos Pato, Raúl, Marcial y más y más amigos a comer las empanadas de queso que le gustaban a él. Que ir a ver a Parra fuese una interrupción en las labores alimenticias, un desvío en el camino, una aventura, era también parte de la fiesta. Las Cruces, como debió ser Isla Negra y la Cartagena de Huidobro, era otro tiempo, otro espacio. Era una prueba de conocimiento, memoria e ingenio, pero también de risa, de pelambre, de tonteras al vuelo. Parra era, ante todo y sobre todo, alguien al que no le gustaba ni latear, ni que lo latearan. Odiaba los discursos, los libros, los tonos largos. Tenía listos siempre, para tu visita, una cueca, unas revistas, unas fotos, un parlamento de Hamlet preparado. Llamaba por teléfono para proponer temarios a los invitados. Interrumpía cualquier conversación latiguda para ir de excursión a algún "lugar sagrado" en que se podía terminar, a veces, a cuchillazos con los borrachos de San Antonio, a veces arrancando de hippies indignados, siempre una aventura, siempre un juego nuevo que jugar.
Hablar con Nicanor nunca era aburrido, nunca esperable, nunca sencillo. Todo era un quitar y devolver, dar y sacar, inventar y citar. Eso lo hacía contigo participando en vivo del proceso, haciéndote creer siempre que lo que llevaba años descubriendo se le estaba ocurriendo por primera vez gracias a ti. No cuento eso para envanecerme de una amistad que muchos más compartieron con más intimidad que la mía, sino porque creo que el tono de esa amistad es lo que explica que miles de chilenos hayan desfilado delante de su ataúd esta semana. No me interesa santificar a un personaje que era cualquier cosa menos un santo. Fui su amigo pero tengo la impresión de que la gente que repletaba la calle Lincoln el jueves, y la catedral el miércoles, y La Reina el martes, era tan amiga de él como pude serlo yo.
Parra escribía cosas terribles. Le obsesionaba la muerte. No creía en casi nada ni nadie. Le resultaba cómico cualquier intento de mejorar el ser humano. La mayor parte de sus versos los escribía al borde del abismo. Para entender hasta el más aparentemente inocente de sus artefactos hay que pasar por Einstein y Wittgenstein, Kafka y Duchamp, sin olvidar a Macedonio Fernández y el
Martín Fierro. Era un poeta difícil que tenía la amabilidad de evitar siempre las palabrejas técnicas, las digresiones digresivas, las citas universitarias. Era un poeta terrible que sabía ser terriblemente amable con el lector que tenía la impresión de leer bromas y dichos. Era un poeta de día claro, de ventanas y puertas abiertas, aunque todo eso escondiera mejor que la mejor de las catacumbas sus infinitos secretos. Huía del misterio porque le resultaba una forma de descortesía. Era el profesor, el hermano mayor, el rey Lear (ex Hamlet), pero en su poesía prevalece el compañero del Internado Barros Arana, el amigo del "Piedragógico", el amigo con que es fácil conversar, aunque sin saber cómo y cuándo la conversación normal termina en los misterios insondables. La muerte insondable, Nicanor, un hoyo de tierra frente al mar. El mar, el mar, siempre volver a empezar.