Descubrir Caja de resonancia entre los libros que se acumulan esperando pacientemente un posible comentario me ha significado un agradable encuentro. La primera novela de Constanza Anabalón (Santiago, 1987) es un relato breve con algunas pretensiones formales más que temáticas, pero que ofrece una honestidad y naturalidad narrativas que cautivan de inmediato. Su argumento, a pesar de sentirlo familiar, nos atrae por la sencillez, la ausencia de aspavientos y la gran sinceridad con que ha sido desarrollado.

Alejandra, su protagonista y narradora, es una mujer joven que trabaja en una anónima oficina de Santiago mientras escribe con bastantes dificultades su memoria de grado para la universidad. Su desasosiego frente a una trascendencia que no atisba y que hace de su diario vivir un rompecabezas desordenado e incomprensible, la conduce a abandonar su trabajo de manera intempestiva y violenta. Su padre le aconseja entonces alejarse y viajar a Buenos Aires. La distancia, como ha sido dicho tantas veces, le permitirá mirar hacia atrás, ordenar el rompecabezas y descubrir su situación en el mundo. Que todo encaje de una vez por todas. Este es, precisamente, el propósito que conduce su relato, escrito después de su partida de Chile y, como se dice en algún momento del texto, "mirándote a los ojos".

Pero al igual que Aniceto Hevia, Alejandra no tiene una memoria que funcione como un metro, centímetro tras centímetro. Episodios y personajes se articulan en su recuerdo según asociaciones que no tienen nada que ver con la cronología. La historia comienza durante el amanecer de una noche de Año Nuevo y a partir de ahí se desarrolla en sucesivas regresiones y progresiones temporales. Además, también en ese amanecer Alejandra descubre por casualidad los textos escritos por la hermana mayor de su madre, una mujer que junto a su esposo debieron exiliarse durante la dictadura militar después de haber sido detenidos y torturados. Tales textos le servirán como referentes literarios de su propio discurso, otorgando así a la novela de Constanza Anabalón la sugerente fisonomía de una narración que se alimenta de sí misma mientras se esfuerza para rescatar del olvido episodios y personajes, su tía sobre todo, que fueron marcando la infancia y primera juventud de Alejandra: "¿Cómo se guardan las imágenes en la mente? ¿Qué sucede con ellas cuando el cuerpo que las retiene se desintegra en cenizas? ¿Hay una memoria que las conserve más allá de la muerte?" Alejandra cerrará su discurso cuando el ejercicio de la memoria le permita finalmente responder estas preguntas concluyendo que el trabajo con el lenguaje es la única posibilidad verdadera de permanencia.

El mayor mérito de la novela de Constanza Anabalón es la construcción de su narradora y a la vez personaje principal de la historia. Alejandra está confundida sobre su destino como individuo, pero tiene muy clara y firme la conciencia de su identidad. Precisamente de aquí nace el indudable interés que provoca la lectura de esta novela. Alejandra nos da a conocer desde las primeras líneas del relato que es lesbiana, pero no lo dice intencionalmente como si fuera algo indispensable para que el lector entienda lo que va a contar, o que la cohíbe o que le otorga diferencia frente a los demás. Su lesbianismo no es algo que le cause ningún sentimiento de otredad: su relato demuestra que entre ella y los otros no hay ninguna diferencia que los distancie. Alejandra no se cuestiona; sencillamente es. En un sabroso párrafo se define como "más lesbiana que las monas de Sailor Moon", la polémica serie manga creada por Naoko Takeuchi. En este sentido, Alejandra es para mí uno de los personajes literarios más auténticos y atractivos que me ha tocado conocer en mis últimas lecturas.

En el pie de imprenta que cierra el libro se informa que la edición de esta novela consta solo de 300 ejemplares. Se merece tener muchos más lectores.