Los antiguos exploradores tenían la misión y privilegio de presentar y dar a conocer las lejanas comarcas, a partir de narraciones, dibujos y cartografías incompletas. Hubo una época en que el mundo real era estrecho, mientras que el relato del ignoto, infinito. El desarrollo de las fuerzas motrices del vapor, con la navegación y el ferrocarril; luego el automóvil, los sistemas de carreteras y, finalmente, los aviones, democratizaron la posibilidad de volverse un viajero y conocer el mundo de primera fuente.
De las antiguas crónicas, en las que se viajaba a través de las palabras y la imaginación, se pasó a las guías de viaje, con sus incuestionables pautas de lo recomendable y lo evitable. La célebre guía Michelin, que iluminaba restaurantes con sus codiciadas estrellas; la mochilera Lonely Planet y la rigurosa Frommers. En Chile, la Guía del Veraneante de la empresa de Ferrocarriles estructuraba una forma de conocer el país enhebrando estaciones en rieles que se ramificaban. Poco después, vimos asfaltarse una red de carreteras que se coloreaba de rojo, temporada tras temporada, en los indoblables mapas camineros. La línea del ecúmene se alejaba a medida que un batallón de descubridores se internaba por un territorio cada vez mejor descrito.
Hoy, las plataformas digitales permiten conocer con abrumadora exactitud todos los matices del territorio: el clima, los tiempos de desplazamiento; hasta las circunstancias excepcionales, como los accidentes, aparecen en tiempo real en nuestros teléfonos. Si alguna vez una picada era un secreto precioso que se transmitía de boca en boca, hoy puede corroborarse su fama en las redes sociales, leyendo los comentarios de los últimos comensales. Las sorpresas se han reducido al mínimo; la posibilidad de perder el mundo es casi inexistente. Sin embargo, siempre queda la improvisación, el cambio de ruta y la detención espontánea en un paisaje sin nombre. La generosidad y sabor de una mesa modesta pero memorable a la vera del camino que apareció como si saliera al encuentro. Y ahí, en esa súbita y sublime revelación accidental, el territorio vuelve a ser descubierto a ojos del viajero, tan poderosamente sorprendente como la primera vez que fuera visto.