"Nos guste o no, estamos invitados a enfrentar la realidad así como se presenta". Las palabras de Francisco ante el clero reunido en la Catedral de Santiago fueron proféticas. Su desafortunada descalificación de los que dudan de la conducta del obispo Barros, al igual que las expectativas desmesuradas que se hizo la Iglesia sobre el público que congregaría su visita, mostraron una lastimosa desconexión con el Chile real. Esto, sin embargo, no debiera desvirtuar el valor del mensaje que Francisco nos fue dejando a su paso por Chile, en discursos simples, directos, coloquiales.
Quizá el tema más recurrente fue el de los pueblos originarios. A sus ojos no se trata de un "problema", como usualmente se le mira; menos de una "amenaza". Ellos son fuente de riqueza, señaló, y "los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios". No se trata de minorías que deben ser integradas a la vida moderna tal cual la conocemos. Hay que dejar de lado "que existen culturas superiores o culturas inferiores". Llamó en cambio a reconocer "la sabiduría de los pueblos originarios", de quienes debemos "aprender que no hay verdadero desarrollo en un pueblo que dé la espalda a la tierra y a todo y a todos los que la rodean", lo que exige resistir "el avance del paradigma tecnocrático que privilegia la irrupción del poder económico en contra de los ecosistemas naturales". Como dijera en Temuco, "nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella".
En la UC, Francisco instó a promover la interacción entre la ciencia y "la sabiduría de los pueblos", la cual está "cargada de intuiciones, de 'olfato', que no se puede obviar a la hora de pensar Chile". Junto con esto llamó a no buscar el conocimiento "al margen de los destinatarios de los mismos", adoptando una "episteme capaz de asumir una lógica plural" y basada en "la gramática del diálogo".
Fue sorprendente su invocación a la Patria, toda vez que se trata de una noción que muchas veces a lo largo de la historia ha estado en conflicto con las ideas religiosas. "Si ustedes no aman a su patria yo no les creo que lleguen a amar a Jesús y que lleguen a amar a Dios", les dijo a los jóvenes en Maipú. Una Patria que, citando a Silva Henríquez, "no comienza hoy, con nosotros; pero no puede crecer y fructificar sin nosotros".
A pesar de representar una institución milenaria que pasa por circunstancias que no se comparan con su pasado, Francisco embistió contra la nostalgia y el pesimismo. Llamó a los miembros de la Iglesia a no caer en "la tentación de pensar que todo está mal", con lo cual "lo único que profesamos es apatía y desilusión", olvidando que "la tierra prometida está delante, no atrás". Mirando a los jóvenes, los invitó a ser protagonistas del cambio, señalando que "cada generación ha de hacer suyas las luchas y los logros de las generaciones pasadas y llevarlas a metas más altas aún".
Francisco no habló desde la omnipotencia gloriosa de quien tiene la verdad, sino desde la duda, de la debilidad. No van "a encontrar a sus hermanos con el reproche y la condena", señaló a los consagrados en la Catedral de Santiago, sino reconociendo las limitaciones y fragilidades propias. "Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas". Cuando habla desde este lugar se hace creíble el llamado de Francisco a escuchar, a dialogar, a pedir perdón; no así cuando califica de "calumnias" las sospechas sobre el comportamiento de uno de los suyos.