Si yo me siento a veces como un hombre del siglo XIX, la primera precaución que tomo es no exigirles a los demás que me traten como tal. Ahí está la línea que divide de un trazo el mundo de la locura del otro, el que supuestamente habitamos. Solamente concluyo que un hombre de cualquier época puede sentirse, en relación con una época anterior, más cerca de lo aparente, más cerca de lo habitual, más cerca que las personas circundantes.
Keats llegó a sentirse como el pájaro que picoteaba la gravilla al lado afuera de su casa, en lo que podemos entender como una experiencia profunda, pero hasta donde sabemos no pidió a causa de esta capacidad trato de pájaro, ni intentó emprender el vuelo desde el techo. Al parecer, calibraba perfectamente el espesor psicológico de sentirse algo que uno no es, y el de anular en lo que dura una epifanía el imperativo ordenamiento de los siglos.
"¡Me importa un bledo su sangre italiana!", le gritó alguna vez José Miguel Varela a su subalterno en el Ejército, el famoso capitán Trizano, después de que este remitiera a su ascendencia racial unos arranques de impulsividad o una desobediencia. Ambos hombres estaban en lo profundo del sur de Chile y pertenecían a una institución jerarquizada según consensos locales. La italianidad invocada por Trizano no tenía cabida en la lógica de ese orden. Aunque se sintiera particularmente italiano, para nadie más era visible o significativa esta forma de sentir, y por lo demás, su explicación contenía un lugar común exasperante. Años después Joaquín Edwards Bello se quejaba: "Aquí cualquier escuerzo se golpea el pecho y exclama: ¡soy vasco!".
Hay problemas frecuentes en las discusiones que se dan en nuestros días. Ante cualquier observación que uno haga sobre la conducta humana, los que no están de acuerdo contestan desde el podio de su ser emocional. En vez de argumentar en contra se limita a decir cómo se siente.
Otros litigantes de las redes suponen que un argumento eficaz -la prueba de su competencia en tal o cual tema- está lleno de incisos, considerandos e incluso derivaciones ficticias del hecho en discusión. Sus intervenciones podrían reducirse en un 80 por ciento y no se perdería nada de lo esencial.
¿A qué quiero llegar con todo esto? A que el modelo en el que estamos insertos es el de la Torre de Babel. A que retrocedemos en el uso del lenguaje como sustento del "tejido social". A que muchas veces cuando alguien habla no lo hace para decir algo con cierta lealtad hacia su interlocutor, sino para proyectar fantasmasgorías o cucos o espantajos que lo asusten.
Hace poco un escritor se tomaba -en una entrevista- mucho tiempo y muchas palabras para afirmar que no se puede vivir sin literatura. ¿Dónde, cómo y cuándo se da una circunstancia tal en la que uno se ve obligado a vivir sin literatura? No sé, creo que eso no se verifica ni en los peores regímenes totalitarios. El escritor del caso incurrió en la peor de la distinciones: la que no distingue nada.