"Para los que vivimos en la era del VHS y el DVD, el botón más importante del control remoto nunca fue PLAY. Era el de STOP".
Escrita hace poco más de un año en el New Yorker, esa frase del crítico Richard Brody refiere a principios de los años 80, un momento clave en la historia del audiovisual: el instante en que el espectador consiguió con su televisor algo que nunca habría logrado en una sala de cine. Parar por sí mismo la proyección. Dejar de ver algo. O retroceder, y verlo otra vez.
Las consecuencias fueron enormes. Se creó un nuevo mercado para las películas. Apareció el videoclub y con este un nuevo tipo de cinéfilo, uno que ya no pagaba entrada sino que iba confeccionando su propia historia del cine mientras recorría tiendas con pasillos repletos de títulos, o simplemente creando una videoteca en su casa y alimentando una intensa cultura audiovisual que se pone en perspectiva ahora que el
streaming emerge como rey de los formatos caseros, en tiempos donde el entretenimiento ya no se define en términos de dispersión y variedad, sino de creciente convergencia.
La energía de esta transformación, en cualquier caso, supera con mucho la simple experiencia del usuario. De momento, todos los caminos parecen desembocar en el
streaming. Desde la guerra que gigantes como Netflix, Amazon y Disney están a punto de emprender entre sí, y la forma en que la lógica de las series ha influenciado al cine (y viceversa), hasta la fatal obsolescencia del cable y la TV abierta, el futuro de la exhibición cinematográfica y las relaciones de propiedad entre las casas productoras y el consumidor. Todo ello girando en torno a algo tan simple como olvidarse de poner STOP y comenzar a apretar PLAY.
Productores y propietarios
Para desenredar esta madeja, siempre es útil partir por el último eslabón de la cadena: el espectador. El comprador. ¿Se acuerdan de la última vez que compraron un DVD o Blu-ray? A menos que les guste coleccionarlos, lo más probable es que haya sido hace tiempo. El negocio ya no es lo que era. Si a principios de la década era habitual que un éxito de taquilla superara rápidamente el millón de copias vendidas en disco, hoy el escenario es más difícil. Entre 2016 y 2017 la industria se achicó un 17%; en tanto, las ganancias de los servicios de streaming crecieron un 23% (fuente: Entertainment Retailers Association), superando por primera vez las ventas de los formatos físicos. Es oficial: el Blu-ray se convertirá más temprano que tarde en un objeto de nicho, como los vinilos.
Considerando lo poco que el propietario del contenido original gana con cada click sobre su material (algo que recientemente motivó una demanda civil de parte de prominentes músicos contra Spotify), uno pensaría que Hollywood observa esto con inminente sensación de tragedia. Pero no es así. Los estudios nunca estuvieron cómodos con la idea de que alguien pudiese comprar una película y llevársela a la casa; por mucho dinero que se ganara con ello, nunca reemplazó el verdadero corazón de la operación: la posibilidad de que la audiencia pagara muchas veces por ver algo, y no una sola vez. En ese sentido, la chilena que el año pasado vio "Orgullo y prejuicio" 278 veces en Netflix es la heredera directa de los miles de adolescentes que hace veinte años se repetían sin parar "Titanic", en las salas en el cine.
Con el cliente convertido en suscriptor y no en propietario, los estudios solucionaron un problema que se arrastraba desde los dorados días del VHS, pero se fabricaron otro (quizás de mayor tamaño) al otorgarles un poder inusitado a las plataformas que ofrecían sus películas. Mientras Hollywood se enfrascaba en su carrera por crear nuevas franquicias y revivir otras tantas -ya veremos con qué consecuencias-, Netflix y Amazon generaron una convergencia decisiva: dejaron de concebirse a sí mismos como proveedores de
streaming para convertirse en casas productoras. Netflix se instaló de lleno en el mercado del contenido propio en febrero de 2013, cuando apoyada en el entonces inmejorable perfil de Kevin Spacey, "House of Cards" se convirtió en el fenómeno que pavimentó el camino para programas como Orange is the New Black, Narcos y Stranger Things. Amazon demoró un poco más, pero en un par de años su estrategia de coproducción con estudios independientes ha generado 28 largometrajes y lo más importante: una avalancha de nominaciones y tres premios Oscar. Apoyada por su cartera de 100 millones de clientes, Netflix apunta aun más alto: al comprar los derechos de "The Irishman", la nueva película de Martin Scorsese, quiere ser el primer servicio
on demand en ganar un Oscar a Mejor Película, en 2019.
Si los proveedores de
streaming se convertían en estudios de cine, a estos no les quedaba más que intentar moverse en la dirección opuesta. Esa es la lógica detrás de la sorprendente adquisición de 20th Century Fox por parte de Disney, en diciembre pasado. Parte de lo que se transó en 66 mil millones de dólares fue una prestigiosa marca y cuantiosa infraestructura, pero la verdadera joya de la corona era el gigantesco archivo de filmes y series (desde Star Wars a los Simpsons) que Fox había amasado en casi 100 años de existencia. Disney lo necesitaba urgente, porque no renovará su contrato con Netflix en diciembre. En vez de eso, creará su propia empresa de streaming . Irá a la guerra.
Inventando universos
Con Netflix encaminado rumbo al Oscar y Disney armado hasta los dientes, la siguiente pregunta cae de madura. ¿En qué momento los estudios perdieron la brújula? ¿Cómo no se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo bajo sus narices? Simple: porque estaban enfrascados en otro intento de convergencia. La del cine y la TV.
El costado más fascinante de este confluir es artístico y explotó a fines de 2017, cuando "Twin Peaks: The Return" se coló en diversas listas de las mejores películas del año (ver recuadro), pero la tendencia venía anunciándose hace más de una década, cuando el éxito de las series de HBO (The Sopranos, The Wire, True Blood) gatilló un extraordinario auge del género, produciendo un puñado de clásicos absolutos -Deadwood, Mad Men, Breaking Bad-, decenas de productos notables y, finalmente, una superproducción ("Game of Thrones"). Lo que tradicionalmente había sido un mundo aparte y con reglas propias, una suerte de Hollywood paralelo, ahora atraía audiencia, talento y presupuestos de nivel cinematográfico, alimentado con marketing, glamour y relleno, al punto de crear una suerte de burbuja en la industria: el año pasado debutaron más de 300 series nuevas; evidentemente, una cantidad superior a la que el mercado puede absorber. Los críticos hicieron su agosto defendiendo la tesis de que el medio fílmico, desesperado por "secuelizar" y masticar todo lo que caía en sus manos, había acabado por desviar a sus mejores hombres a la pantalla chica. Pero no es así. Los maestros de esta "nueva televisión" -David Simon, Vince Gilligan, Matthew Weiner, David Milch- han hecho sus armas dentro del medio y no parecen muy interesados en estrenar su material en las multisalas. Y por el contrario: algunos directores de cine que irrumpieron en TV con presupuestos millonarios han acabado por retirarse a su coto de caza. Scorsese acertó con "Boardwalk Empire", pero Vinyl -su segunda serie- no superó la primera temporada; Baz Luhrmann se hundió hasta el fondo con "The Get Down". David Fincher hizo agua dos veces antes de redimirse con "Mindhunters". En palabras de David Simon, creador de "The Wire" y actual
showrunner en "The Deuce": "los que pretendan trabajar con presupuestos de 100 millones en televisión, se equivocan. Mejor que se devuelvan al cine."
Pero incluso si se devuelven, no les espera algo mejor. En su propio intento de converger con el lenguaje televisivo de las series, los estudios crearon una bomba de tiempo: los universos cinematográficos. Racimos de películas relacionadas entre sí, en torno a una marca común, y programados con años de anticipación. El mejor ejemplo al respecto -el único exitoso, la verdad- es el Marvel Cinematic Universe, creado en torno a los superhéroes de Marvel hace exactos diez años y que, hasta ahora, comprende 19 largometrajes y 10 series de TV, y que Disney compró en una movida magistral, allá por 2009, cuando las millonarias ganancias generadas desde entonces aún eran una promesa.
No extraña que la competencia haya salido a copiar el modelo, pero los resultados de esta locura temporal ya se están viendo: ningún estudio ha conseguido replicar el modelo impuesto por Marvel. El peor descalabro es el de Warner DC, que pese a contar con un establo de superhéroes muy similar, acumula cinco filmes muy dispares, otros cinco en producción, caos gerencial y costos tan altos que cada nueva película necesita recaudar al menos 750 millones de dólares antes de producir alguna ganancia.
Aparecer, desaparecer
No todo funciona en este mundo convergente. Y vaya que lo tienen claro quienes dan vueltas y vueltas por los sitios de
streaming, sin hacer click sobre película alguna. Es como volver a los peores días del videoclub, en que uno entraba a la tienda y salía con las manos vacías. Por entonces, la solución era ser socio en varios. Lamentablemente, no pasa lo mismo con las plataformas digitales que operan en el país. Aparte de Netflix, Amazon y Mubi (y el anuncio, este viernes, de la posible instalación de Filmstruck), no hay mucho de dónde elegir; sobre todo si uno anda en busca de filmes nacionales. Si no fuera por la Cineteca Nacional Online y los incipientes OjoCorto.com y OndaMedia.cl, la generación más activa y premiada en la historia de nuestro cine sería virtualmente invisible.
A eso hay que sumar las "desapariciones". A mediados de cada mes, Netflix publicita los títulos que llegarán a la plataforma en el mes siguiente, pero mucho menos cobertura reciben los que se van; porque claro, sea por derechos vencidos o porque no consiguen los suficientes clicks, hay títulos que el servicio retira -a veces, temporalmente; otras en forma definitiva-. Peor lo tienen los clientes de Amazon Instant Video, que aparte del visionado
on demand , ofrece la posibilidad de comprar y descargar una película; solo que si esta es retirada de catálogo, el archivo se borrará del computador. Compensaciones económicas aparte -que las hay-, esto nos lleva de regreso al principio: bajo el imperio del
streaming y la descarga digital el cliente ya no es "propietario" de la película; podríamos decir que la posee en
leasing , pero será el estudio el que finalmente decidirá el destino de ese material.
Es algo que no hay que olvidar, de cara a diciembre, cuando los títulos de Disney, Pixar, Marvel y Fox abandonen un servicio para luego emerger en otro. Entonces ya no habrá vuelta atrás: el espectador/consumidor tendrá que acostumbrarse a pagar más de uno para obtener lo que busca, pero obtendrá a cambio un poco más de variedad. Algo es algo, ¿no?
Netflix y Amazon generaron una convergencia decisiva: dejaron de concebirse a sí mismos como proveedores de streaming para convertirse en casas productoras.
Con Netflix encaminado rumbo al Oscar y Disney armado hasta los dientes, la siguiente pregunta cae de madura. ¿En qué momento los estudios perdieron la brújula?