No somos tan malos como sostienen los estadísticos ni tan buenos como hasta hace unos meses suponíamos. Somos lo que somos: de regular para arriba, pero aún muy lejos de los desarrollados y algo ya despegados de los que quieren superar la barrera de la precariedad.
Pero que nos hemos puesto cómodos y que la ambición de gloria de los clubes ha bajado, por ingresar sin resistencia a una zona de confort otorgada por esa mina de oro llamado Canal del Fútbol, de eso no hay duda. Desde hace largas temporadas que los equipos nacionales no lucen sistemáticamente campañas internacionales positivas, y aunque culpamos por defecto al modelo de campeonato, debemos asumir que han sido los propios clubes los que decidieron como estrategia de negocio no invertir ni endeudarse con el propósito de competir con alguna posibilidad en las copas sudamericanas.
Tampoco es motivo de depresión que el ranking de la IFFHS sitúe al torneo chileno en el penúltimo lugar de Sudamérica, partiendo de la base que Iquique aparece como el mejor equipo chileno (289º del mundo). Que se sepa, nunca nadie ha ganado ni perdido solo por las referencias que establezca un grupo organizado de estadísticos, ni se conoce que el instituto en cuestión haya entregado pruebas de suficiencia como para entregarle el mote de oráculo futbolístico. Porque huelga decir que no hay que ser ningún brujo para concluir que si los parámetros de análisis son los resultados internacionales, Chile reprueba. Que lo haga en el último lugar o inmediatamente después de la línea de aprobados, da exactamente lo mismo.
La objetivación de herramientas de medición que realmente aporten datos concretos del avance o retroceso en la calidad del fútbol chileno es un tema que debería ocuparnos mucho más que un ranking o una encuesta. Claramente, los resultados en las competiciones internacionales son un criterio irreemplazable, pero no pueden ser la única plataforma de evaluación técnica. La robustez institucional de los clubes, que tampoco se mide por su rentabilidad anual, el capital organizacional, la infraestructura o el estado de sus divisiones menores son tan importantes como cuántos clubes superaron la primera ronda de la Libertadores o si llegamos a las semifinales de la Sudamericana.
Si ya salió de sus urgencias conocidas (aprobación del torneo, venta del CDF y nombramiento de seleccionador), el directorio de la ANFP debiera enfrentar con real convicción una modernización que busque justamente los instrumentos para orientar un crecimiento orgánico del fútbol chileno. Hace rato que Quilín llora por una división de estudios profesional, independiente de la mesa de turno y orientada a velar por una expansión ordenada y sostenida, propia de una empresa privada como la ANFP, que hoy solo está convertida en una organizadora de campeonatos y caja recaudadora de la selección nacional.