La comuna de Santiago es el histórico destino principal de los traslados en la capital. Por el casco fundacional, los barrios Meiggs, Franklin y Universitario transitan dos millones de visitantes al día, transformándose quizás en los lugares de mayor complejidad de toda la ciudad. Hace algunas décadas, los especialistas observaban con preocupación que, a pesar de su conectividad y de ser un interesante centro de trabajo, equipamiento y comercio, Santiago parecía agonizar en términos residenciales. Muchos eriazos, bodegas y propiedades en abandono buscaron revertir su destino con un agresivo plan de repoblamiento que pretendía, por sobre todo, volver atractiva la comuna para la inversión inmobiliaria.
El último censo arrojó cifras más que auspiciosas para la estrategia, habiéndose duplicado la población en 15 años; transformándose así, en la tercera comuna más poblada del país y de la región. Un centro vigorosamente habitado es, sin duda, un motivo de alegría, ya que resultaba fatal su abandono en favor de la extensión del poco sustentable suburbio. Quizás asistimos a un auspicioso cambio cultural que pone en valor la eficiencia en los desplazamientos y la vida urbana intensa; quizás estamos viendo también las consecuencias del fracaso del Transantiago.
Resulta clave esclarecer qué hay detrás de los números. Cuántos de estos nuevos habitantes arriendan, considerando que al censo de 2002, Santiago ya tenía una concentración histórica de este tipo de tenencia, con un 46%. Cuántos nuevos residentes habitan departamentos estrechos, en enormes colectivos de vecinos que no se relacionan entre sí. En qué espacios se despliega su cotidiano vivir, si hay pocas plazas con juegos infantiles y, fuera del casco histórico, tristes veredas con más basura que sombra. Sin calidad de vida, sin cohesión social, vivir en el centro puede ser solo un sacrificio pasajero. Y si fracasamos en la forma de hacer una buena ciudad en el aventajado centro del centro, ¿con qué herramientas potenciaremos a las emergentes ciudades intermedias?