La primera objeción -entendámonos, se trata de una objeción constructiva- que puede formularse ante
El judío y la pornografía , de Gregory Cohen (1953), es de tipo retórico y obedece al hecho de que, pese al cambio en el uso del pronombre personal, está continuamente hablando de sí mismo. Así lo hizo en
El mercenario ad honorem(1991) y
El hombre blando (2011), sus anteriores ficciones. Todos los escritores actúan de modo igual, sea cual sea el resultado que salga. Y aunque Cohen siempre nos interpele desde el yo, ahora estamos frente a algo más profundo y más serio. El segundo reparo, se entiende que también positivo, es su estilo, coloquial y culto, claro y perceptivo, en ocasiones vulgar y en otras sofisticado. Y debemos colegir que el autor quizá justifique íntimamente todo esto en razón de que es necesario expresarse con sinceridad acerca de asuntos que le conciernen a él y también afectan nuestra lectura de
El judío y la pornografía . A propósito de esta última palabra, el diccionario de la Real Academia define "pornografía" como escribir o narrar sobre temas relacionados con la prostitución. Así es que quienes aborden esta novela con la oculta esperanza de encontrarse con pasajes subidos de tono, sufrirán una severa desilusión. A diferencia de muchos, quizá demasiados narradores, que se solazan en la pormenorizada descripción de episodios sicalípticos, Cohen se acerca más a un monje trapense que a un desinhibido cronista de sucesos, llamémoslos, eróticos.
El judío y la pornografía se compone de 13 capítulos, coronados por dos secciones llamadas "Material desclasificado" y "Material actualmente censurado". Entre una y otra división hay importantes fragmentos que, por lo general, se refieren al tema de la conspiración israelita para dominar el mundo, en parte satirizándola al modo en que lo hizo Jean-Paul Sartre en
Reflexiones sobre la cuestión judía . De esta manera, el encabezado que dice "Obertura" proclama que "todo judío, en Oriente o en Occidente, en las estepas o en la selva amazónica, ermitaño o sociable, poderoso o débil, ingenuo o pícaro, todos forman parte de una conjura. Y lo que es más significativo, todos presienten que forman parte de esa conjura, aunque nunca hayan hecho nada consciente para fomentarla o activarla. Más aun, muchos no están de acuerdo con ella. Algunos ni siquiera tienen idea de que existe. Sin embargo, viene en sus vísceras. Alguien la puso ahí, y cuando es invocada por el resto, el sentido de conjura se excita y se enrabia, se enrosca. Ser judío no implica una persona. Ser judío es un presentimiento".
Estas intercalaciones que al principio pueden parecer perturbadoras son el
leitmotiv del libro. Cuatro personajes, Kolia Kogan, hebreo no observante; su amigo Kaplan Kaplan, Sosa e Ingrid, una mujer que hace rato pasó los 80 años, se reúnen en un departamento numerado en letras y no en guarismos, para escuchar el espantoso, terrorífico, sórdido, delirante y además cómico relato de Ingrid, quien transporta a sus oyentes desde Santiago al Berlín de 1945, pasando por muchos otros incidentes devastadores de la última guerra mundial. Ingrid es nieta de un patriótico y apolítico oficial prusiano condecorado con la Cruz de Hierro en el conflicto bélico internacional de 1914-1918, hija del nazi recalcitrante Kuntz, quien comete suicidio o es liquidado por los aliados y queda bajo la protección de Klaus, un chofer que tiene el hábito de registrar todo, absolutamente todo, con sus cámaras fotográficas de marcas germánicas ya olvidadas. Es cierto que sobre la caída del régimen hitleriano se ha escrito mucho, de modo excesivo, y no es menos cierto que se han filmado centenares de películas que han revelado esa debacle. Cohen, no obstante, parece poco interesado en los asuntos llamados macroscópicos y, era que no, está completamente enamorado de la formidable, deshilvanada, incoherente, si bien preclara e inteligentísima Ingrid. Judía, alemana, rusa, ucraniana, a lo mejor chilena, es rescatada de Bergen-Belsen bajo la protección de Klaus, quien, dicho sea de paso, extorsiona sin ningún cargo de conciencia a cuanto nacionalsocialista quiera librarse de ser llevado ante los tribunales establecidos por los vencedores.
El judío y la pornografía transcurre básicamente en el piso donde se reúnen Kolia, Kaplan, Sosa e Ingrid, y es posible que las mejores escenas de la narración tengan lugar, de nuevo parafraseando a Sartre, a puerta cerrada, con los cuatro protagonistas hipnotizados con la historia de Ingrid y, a la vez, encantados con sus propias teorías, cada cual más heterogénea y desmedida que la anterior. Con una pluma ágil, experimentada en el teatro, los guiones para el cine, la poesía, Cohen nos interna en este laberinto de pesadilla que, curiosamente, es también un laberinto que tiene salida. Nadie saldrá incólume tras las increíbles experiencias de Ingrid, aun cuando tampoco nadie está ahí por casualidad: todos tienen un hacha que afilar; todos persiguen un objetivo que va más allá del mero conocimiento del horror; todos, cual más, cual menos, poseen un humor corrosivo y un tanto licencioso; en fin, todos persiguen un objetivo, que puede ser confuso o un sí es no es oportunista. Aun así, eso es lo que los mantiene en la destartalada habitación donde se nos narra la trayectoria de
El judío y la pornografía . Y Cohen, que publica poco, tal vez haga bien en hacerlo, porque no hay sombra de mediocridad en su obra.