Desde los años 1920 se han escrito innumerables ensayos que llevan este título o uno análogo. Temer o desear el fin de la democracia es casi consustancial a toda democracia. Los 1930 asemejaron a un progresivo deceso de la democracia. ¿Existe una que no esté en crisis y que realmente lo sea, y no una caricatura grotesca de la misma como las "democracias populares" o "bolivarianas"?
Igual, una democracia con separación de poderes y elecciones regulares y competitivas, pero cuya vida cotidiana esté sumida en la violencia criminal y donde a veces para el ciudadano de a pie es más seguro recurrir a la mafia antes que a la policía, como sucede en algunos países de nuestra América, es una democracia desfigurada aunque tenga algunos de sus presupuestos. En nuestra época se tiende a valorar con toque elegíaco la democracia que colapsó en 1973. En los hechos, en 1970 los tres candidatos pronunciaban discursos con negras calificaciones acerca de lo terrible del presente y del futuro si no se seguía lo que cada uno de ellos propugnaba. Era que no iba a haber una crisis. Es que la democracia consiste en gran medida en criticar el estado de cosas, con aciertos y con las exageraciones del caso, no pocas veces con la franca mentira en moros y cristianos.
La democracia en el contexto del pluralismo de poderes es en sí misma, hay que repetirlo, el acto de expresar y colocar delante de nosotros a la crisis real o potencial. Las grietas y falencias propias a la existencia histórica de toda sociedad humana son colocadas e iluminadas delante de nuestros ojos. Si un historiador debiera juzgar el grado de funcionamiento de una democracia en el pasado -si era óptimo o, al revés, una mera caricatura- y para evaluarla se dejara llevar por las críticas de los opositores y los escándalos agitados por la prensa amarilla -hoy muy presente en las redes, según me dicen-, tendría que concluir que era una seudodemocracia. Lo mismo es juzgar la realidad actual o pasada por un estado ideal de democracia que nunca ha existido ni existirá.
Jamás el hombre alcanzará esa plenitud y en cambio se le escapará de las manos el bien posible, que no es poco. Por lo mismo es que todas las épocas que nosotros consideramos como una cumbre de la democracia (la Francia de la Tercera República, o de la Quinta de De Gaulle; la que produjo el Estado de bienestar en Gran Bretaña en la posguerra; el New Deal de Roosevelt), si las miramos con lupa, observaremos sus lacras inevitables o superables, y las críticas virulentas; pensaríamos lo mismo, que estamos ante una máscara democrática que escondería una realidad muy distinta. Solo en la posteridad esos momentos traslucen sus virtudes. Hoy en EE.UU. aunque no se confiese, los críticos de Trump añoran no solo los años de Roosevelt y de JFK sino que hasta la época de Reagan, ya que el nivel de racionalidad era mucho más alto. No es lo que sentían en su época.
En este momento de tregua política, esta me parece muy sentida por el Chile profundo, sin embargo no nos engañemos acerca de la cascada de críticas y la guerrilla política que se desatará en marzo, justa e injusta, inteligente o embustera. Son las reglas del juego. El nuevo gobierno deberá coexistir con ellas con la combinación diestra de interacción pero también de poder mirar más allá del clamor; aprender que por más que las encuestas, como es de rigor, digan que la aprobación baja cada vez más, se las podrá escuchar pero no se deberá depender de ellas. La estrategia de conservar y transformar al país -la síntesis ideal de la política- no se debe esfumar en el tráfago cotidiano. Después se verá a esos años, quisiéramos, como tiempos a añorarse.