Jerusalén, cuna de la revelación monoteísta: el Antiguo Testamento continuado en los Evangelios, luego la posterior interpretación islámica. El Muro de los Lamentos, el Santo Sepulcro, la Mezquita Dorada son monumentos que subsisten para confirmarlo. Situada dentro del alargado territorio de esa tierra de paso para los conquistadores de imperios ya desde la Antigüedad, antes que significación política o económica la ciudad tuvo particular importancia religiosa. Muchas veces arrasada, otras tantas resultó reconstruida. Por lo que podemos observar hoy día, si los mamelucos fueron los destructores mayores, la Primera Cruzada y las murallas de Solimán el Magnífico constituyen los testimonios más perdurables de edificación. Respecto de nuestra época contemporánea, el mundo hebreo tampoco ha querido quedarse atrás. Así, sobre uno de los puntos más altos de esta agrupación de elevadas colinas separadas que resulta el montañoso Jerusalén, y no poco al norte de la Ciudad Vieja, se identifica con su entorno el Museo de Israel. Antes, prepara el ánimo artístico del visitante, una gran hondonada metropolitana de tráfico muy intenso. Justamente allí irradia la elegancia contemporánea de uno de los puentes más famosos del español Santiago Calatrava. Especie de esbelto dardo lanzado al cielo, su graciosa base curva permite el tránsito vehicular y peatonal. Amarra a ambos cuerpos un conjunto armonioso de extendidas cuerdas, las cuales a partir del anochecer -este comienzo de invierno, alrededor de las 16:30 horas- se convierten en una inmensa arpa luminosa.
Inaugurado el museo en 1965 y completado durante 2010, su extensa superficie articula un conjunto de edificios, preferentemente de un piso. Los separan patios abiertos, mientras el costado oeste se halla enriquecido por grandes jardines de flora mediterránea. Diseñado por el estadounidense-japonés Isamu Noguchi (1904-1988), amalgama principios zen en la distribución de arbustos, unos pocos árboles y esculturas magníficas. Estéticamente, constituyen ellas el acerbo principal del museo. Recorrer este paisaje de quietud y silencio permite apreciar las bondades de su estatuaria. Abarca desde testimonios de finales del siglo XIX hasta nuestros días. Numerosos trabajos están dispuestos en terrazas a distintas alturas, con suelo ya de guijarros, ya de bloques de piedra.
Esculturas en el exterior
Para comenzar el recorrido, sobre un montículo que domina un panorama magnífico de la ciudad se recorta la móvil silueta de Love (1977), acero negro de Robert Indiana y capaz de jugar con letras del alfabeto. Aunque Perfil (1967), de Picasso, mezcla cemento y concreto, la gran mayoría de las piezas expuestas son de metal. Sigue Henry Moore y sus tres poderosos y unificados volúmenes carnosos, de 1968-69. De entre finales del siglo antepasado e inicios del XX encontramos en bronce, respectivamente, un guerrero de Bourdelle, además de la maqueta espléndida de Rodin sobre su Puerta del infierno y la bonita torsión de una mujer entrada en carnes de Mallol. Ya de nuestro tiempo, invitan a penetrar los cuatro espacios abstractos y en diagonal formados por oxidadas planchas de acero, de Richard Serra (1986). También se hallan versiones metálicas de las figuras típicas de Botero -el encanto de un caballo de cabeza chiquitita- y Manolo Valdés; abstracciones tan variadas como las del ruso Lipchitz (1927) o del israelí Benni Efrat, cuyo cable de acero rebana dos bloques pétreos; el malicioso conejo a la carrera del británico Barry Flanagan (1990), las conversadoras de Lynn Chadwick o el diablo expresionista de Richter. El tema del árbol lo abordan el neoyorquino Roxy Paine (2008), con sus soldaduras bien destacadas, y el flamante chino Wei Wei. Este nos lo entrega duplicado, robusto, en rojo muy oscuro, tachonado de tornillos. Ya del todo dentro del primer
pop art , Claes Oldenburg nos entrega la insolencia de una gigantesca manzana a medio comer. Sin embargo, nos parece la cumbre volumétrica del museo al aire libre Turning the World Upside Down (2010), genuina y hermosísima escultura del indio Anish Kapoor. La plenitud, el brillo de sus tres dimensiones refleja no solo el entorno, sino que se apropia del encantado espectador.
Una historia del arte occidental
Por su parte, el interior de los edificios, fluidamente conectados entre sí, alberga distintas colecciones en un esfuerzo por mostrar la visión más amplia posible del arte occidental. Comencemos por lo más atractivo de su pinacoteca. Distribuida a través de extensos espacios, parte con un par de bellos retratos coptos -siglos II y III d.C.-, mientras algunos mosaicos bizantinos y frescos murales testimonian el Medievo. Sus temáticas se vinculan ante todo con el judaísmo. De ahí se pasa al barroco -Rubens y las relucientes masas corporales de los cinco protagonistas de La muerte de Adonis-. Ejemplifican el siglo XVII un Poussin, un Rivera y dos Rembrandt: junto al grabado de un paisaje, el teatral foco de luz que resalta su hermoso San Pedro en prisión. Un gran salto mediante nos instala en la modernidad: Courbet Corot, Guillaumin, Boudin; los impresionistas Monet, Sisley, Renoir, Pissarro. Tampoco se ausentan las personalidades únicas de Van Gogh, Gauguin, Cézanne. En general, de esos y otros pintores cuelgan frutos disparejos. Pero hay un Vuillard excelente: la chilena Misiá en una
chaise-longue (1900), un retrato de Liebermann, un trío arbóreo del fauvista Derain y una de las escasas pinturas expresionistas de Picasso. De esta última tendencia añadamos cuadros de Chagall y la ironía de su El viajero, Modigliani, Kokoschka, Soutine, Schiele, del fiel cubista Braque. Entre las abstracciones encontramos a Mondrian, Kandinsky, Delaunay, Dubuffet, Stella. Ya más cercanos a nuestros días resaltan el desnudo escenario alrededor del estudio sobre Lucian Freud (1964), de Francis Bacon, el Basquiat sobre fondo blanco, el Vasarely pequeño de 1966, la instalación de Long.
Más allá del conjunto de cerámica del México precolombino, sobresalen ciertas salas dedicadas a la arqueología y al arte religioso judíos: los interiores magníficos de sinagogas del siglo XVIII, provenientes de Surinam, Alemania y el norte de Italia, donde el vacío asiento principal espera la llegada de profeta Elías y, con ello, el fin del mundo. Novedosos y espléndidos se ofrecen, asimismo, los novedosos estuches en plata y rica tela que guardan los rollos de la Torah. En relación con estos últimos, el museo de Jerusalén dedica un edificio especial -Santuario del Libro- a la exhibición de los célebres manuscritos Rollos del Mar Muerto. No obstante, primero y al aire libre se otorga la más adecuada introducción a la historia de Israel a través de la enorme maqueta de la Ciudad Santa durante sus tiempos más prósperos. Vale la pena detenerse en ella.