Ahora que la discusión sobre si "Twin Peaks: The Return" es una serie de TV o es una película de 18 horas está amainando por fin, es buen momento para discutir por qué esta califica como el gran acontecimiento visual del año.
¿Debería serlo? No, si pensamos en términos de cifras. El
rating no la acompañó en su paso por el cable (vía Showtime) ni tampoco a través del
streaming (vía Amazon y Netflix). El tráfico de redes sociales en torno suyo no llegó ni a los talones de lo generado por fenómenos como "Game of Thrones", y muchos curiosos iniciales se descolgaron de la serie al comprobar que antes de poner
play -y tal como David Lynch había sugerido-, era recomendable haber visto las temporadas originales y la película de 1992.
Eso sí, usar esos argumentos para darla por descartada equivale a perderse la mitad de la diversión, a renunciar a lo que durante cuatro meses fue una de las experiencias audiovisuales más intensas, arriesgadas y audaces de la que se tenga memoria en un medio masivo. Porque hay que recordar eso: aunque el primer par de capítulos fue exhibido durante el Festival de Cannes, David Lynch no concibió su producto para las mismas capillas cinéfilas que adoraron su abstrusa y genial "Inland Empire" (2006), sino para una audiencia fogueada, sumergida y abrumada por décadas de cultura pop; una audiencia que desde el debut de la serie, allá por abril de 1990, se fue fragmentando hasta el infinito, creando nichos dentro de nichos en un público que no para de consumir contenidos y siempre pide más.
Lo interesante es que fue esa misma segmentación de audiencia la que permitió a Lynch operar con una libertad y un nivel de riesgo que no había alcanzado probablemente desde "Eraserhead" (1976), sembrando su trama de misterios, cabos sueltos, callejones sin salida, tiempos perpetuos, digresiones, interludios musicales y un sinfín de recursos narrativos, suficientes para poblar varios mundos creativos; una energía capaz de crear algo tan inclasificable y divisivo como "Got a Light?", octavo episodio de la serie y su instante más radical y extremo, gatillado por una breve introducción nocturna donde Mr. C -el doble opuesto del agente Cooper- es baleado al borde de un camino, solo para resucitar más tarde, tras una canción en vivo de Nine Inch Nails. Y luego, la
pièce de résistance : una extensa secuencia de agresiva pirotecnia experimental, sin diálogos y en blanco y negro, que incluye desde un insólito vistazo al primer test nuclear en Nuevo México, hasta un atroz desenlace en clave
teenager ambientado a fines de los años 50. ¿Qué tiene que ver todo eso con los capítulos anteriores y lo que ocurre después?
Seis meses más tarde -"Got a Light" fue emitido el 25 de junio- estamos llenos de teorías. Que se trata de un cuadro en movimiento. Una pesadilla filmada. Un estudio en teoría del caos. La revisión lyncheana de la historia reciente de su país. No faltó el ocioso que en YouTube le agregó como soundtrack el tema "Echoes", de Pink Floyd, tapando los sonidos de "Threnody for the Victims of Hiroshima", de Penderecki, escogido especialmente por el director. Se lo ha comparado al tramo final de "2001", a la "secuencia del universo" de "El árbol de la vida", a los cortos de Stan Brakaghe. En la hora del recuento, su significado es y será tan elusivo como la desesperante frase final de la serie -"what year is this?" (¿Qué año es?). Un despliegue de sensaciones y estímulos que llega desde todas las direcciones posibles, abrazando -y abrasando- a su espectador. Que algo así nos ocurra en esta era, en que creemos haber visto, escuchado y remezclado todo, es como mínimo causal de celebración.
GOT A LIGHT?
Capítulo 8 de "Twin Peaks: The Return".
Dirigido por David Lynch.
Estados Unidos, 2017, 58 minutos.
Disponible en Netflix.