Parece, por lo menos así lo revelan las estadísticas, que para el público el campeonato chileno no es tan malo, o tan mediocre, como muchas veces los comentaristas especializados lo hacemos ver. Quizás esa cifra de asistencia récord desde 1995 no se explique por la calidad del juego que se ve semanalmente o por la disposición anímica de los jugadores. Pero que los números de las concurrencias a los estadios indican algo, eso sí que no resiste un debate con ribetes historiográficos o de sociología barata: el chileno volvió a ir al estadio y no solamente porque le gusta el maní, los cánticos de las hinchadas, porque se siente seguro o porque el espectáculo es más barato (o menos caro).
Los críticos podrán afirmar que sus argumentos técnicos (análisis donde la subjetividad adquiere dimensiones gigantescas) no son excluyentes de los números. En otras palabras, que lo malo o regular que encuentran el campeonato no debe tener necesariamente relación directa con las asistencias masivas. El punto es que a la luz de las cifras durante este certamen, y también del año pasado, el enfoque purista de la prensa adicta a la táctica, al orden y a la estrategia, al juego pulcro y otras consideraciones, no tiene coincidencia con lo que le atrae a la gente, y que la convivencia de ambas realidades está vinculada a una tendencia generalizada: el distanciamiento de "los que saben" con las audiencias.
Pero la discusión tiene un interés relativo al lado de otra: la del mundo directivo que define el sistema de campeonato. El récord de público, por lo menos en lo que va corrido de este siglo, no puede entenderse como algo aleatorio ni ser objeto de una evaluación superficial. Si el hincha y el aficionado volvieron a los estadios es porque lo que los equipos expresan futbolísticamente les agrada. Teorizar con que hay mayor seguridad o que han funcionado las estrategias de márketing es taparse los ojos con una aguja. Cuando el dato de mercado indica que una persona puede ver por TV todos los partidos del torneo por diez mil pesos mensuales, ningún especialista puede salir con la monserga de que quien va al estadio desprecia o no le gusta lo que observa en la cancha. Y si compramos, aun en pequeña dosis, la falta de calidad del fútbol chileno, tenemos que concluir, sin duda alguna, que la gente asiste porque es el formato del torneo el que le aporta la dosis de emoción, tensión, drama y atractivo al espectáculo por el que se paga, y no poco, como algunos quieren dar a entender.
Aunque la mesa directiva de la ANFP comience a estrilar y a anunciar drásticas medidas, los clubes deben revisar si quieren modificar el sistema de campeonato para el 2018 y pasar a un torneo largo de 30 fechas. Por alguna razón que nadie ha comprobado deportiva ni científicamente (y la crítica especializada tiene mucho que ver con este paradigma) se llegó a la conclusión de que la gran responsabilidad por el pésimo rendimiento en copas internacionales se debía a la modalidad del campeonato corto, desechado por otros países desarrollados. Ese prejuicio instalado que no da garantías de nada, salvo de un mayor ordenamiento estructural de los clubes, tiene a la dirigencia convencida de que hay que mutar porque el cambio garantiza progreso. Valdría la pena que así como se han tomado meses y meses en discutir cuánto se repartirán por la venta del CDF, se ocupen de averiguar por qué la gente volvió a ir a ver a sus clubes. Quizás se encuentran con otra sorpresa.