Pascual Brodsky y Cristóbal Riego comparten editorial, edad y estudios. Los dos escriben sobre un mundo de madres poderosas y padres casi ausentes, salpicados de padrastros y novias terribles que les confirman que el amor no solo es imposible, sino también indeseable, aunque sigan a su modo intentándolo. Los dos hablan del Chile de los 90, el de una niñez en que fueron cualquier cosa menos inocentes, con un humor que no excluye la crueldad. Los dos tienen la cortesía de reírse de sí mismos, para reírse de todos los demás. Los dos, en un mundo en que se discuten los límites del patriarcado, muestran un mundo donde los minotauros invencibles y las mujeres víctimas sumisas no existen. Los dos se preguntan, sin preguntarlo de manera obvia o esperable, cómo se puede seguir siendo hombre cuando serlo es sinónimo de crímenes y cobardía, de crueldad simbólica y máxima fragilidad práctica y cotidiana.
A Pascual Brodsky y a Cristóbal Riego les obsesiona además la forma novelesca. Los dos en estos primeros intentos, "Años de fascinación", de Brodsky, y "Los pololos de mi mamá", de Riego, intentan algo más que contar bien las historias hilarantes y terribles que les tocó presenciar. A los dos les interesa ir más allá del testimonio o de la prosa periodística, ejercitando varias piruetas, algunas con brillo, otras con riesgo, y otra con fallas. Es tan fácil explicar lo que tienen en común como explicar lo que los diferencia. Una diferencia que se podría resumir en la misma incómoda frase: Brodsky y Riego no escriben igual.
Nadie escribe igual a otro, me replicarán. Pero hay muchos escritores, ex ministros o no,
best sellers y autoeditados, que no tienen prosa o que tienen justo la prosa del jurado que delibera, porque esa prosa sin prosa suele ganar concursos, quizás porque es fácil poner de acuerdo las opiniones disímiles del jurado en torno a ella. Pasa hasta en Suecia, ¿no va a pasar en Barcelona, Guadalajara o Majadahonda?
Llamo prosa a una forma de respirar juntos. Llamo prosa a ese pacto complejo y renovado por el cual decides renunciar a tu propia respiración para adaptarte a la de otro que decide, a golpe de comas y puntos, pero también de palabras y silencios, y más silencios, cuál va a ser, por el tiempo de la lectura, tu relación con el aire, es decir, con el mundo. Un secuestro que se parece al amor. Porque ¿qué otra cosa es amor que abandonar tu propio aire para quedarte sin aliento junto a la amada o amado? Amar es poner de acuerdo dos respiraciones, en una tercera. El sexo es en gran parte el momento en que dos respiran a una velocidad y fuerza con las que no podrían sobrevivir en tiempo normal, pero en que logran sincronizarse por primera vez para saber si podrán a la larga vivir juntos.
En el sexo, como en cualquier otra batalla, sintonizas tus relojes en una hora fuera del tiempo para volver, disuelta la magia, cada cual a su respiración, pero con el recuerdo que fue posible respirar juntos. El amor se alimenta de ese recuerdo que los amantes renuevan cada vez que sienten que se va a perder.
De alguna forma, en la notaría, el comprador y el vendedor intentan la misma magia, con el método contrario. En vez de acelerar tu respiración, en vez de buscar un latido exagerado en que fundirte, el comprador y el vendedor se agachan al ritmo de las cláusulas del comparendo. Frases ni largas ni cortas, párrafos se encadenan en un orden lógico en que la razón domina la intención, donde es necesario para entenderse, traducirse. Una literatura que no está escrita para ser leída, sino para ser interpretada por un abogado. Gracias a su autoridad, los concurrentes respiran al ritmo de la ley abandonando de mutuo acuerdo su tono propio. Designan como superior a su prosa, una prosa superior, la de la ley que fue Dios para los judíos, y que es para los chilenos la prosa de Andrés Bello.
La prosa literaria esta justo entre esas dos respiraciones artificiales, como diría Piglia, del amor o la ley. Se podrían clasificar, de hecho, las distintas prosas en relación a su cercanía a cualquiera de los dos extremos de este arcoíris. Faulkner al lado del orgasmo, Borges muy cerca de la ley. Los grandes escritores son aquellos que son capaces de usar más de una de estas variantes respiratorias en sus textos, permitiéndonos quizás respirar como Dios, a través de los pulmones de todas sus criaturas. La literatura no nos permite ver el mundo como lo ven hombres y mujeres de otro siglo, sexo o clase que la nuestra. Solo nos permite respirar como ellos nuestra clase, época y sexo. Así, leer no es comprender el mundo en que Proust o Dante o Riego o Brodsky vivieron, sino respirar el nuestro, nuestras calles, nuestra vida, con sus peculiares narices, bocas, porros de la piel y pulmones.