Hay algo que llama la atención en las primeras páginas de la breve novela -que más parece cuento largo- de Matías Kitsch (Santiago, 1991): la alternancia entre expresiones que se aproximan a lo prosaico y aun lo vulgar con otras que con dificultad quisieran remontarse a niveles líricos. La imagen inicial del texto: "Las palabras de mis amigos chorreaban húmedas en mis orejas como orina: salpicaban los bordes con descuido. Caían en cascadas de sonidos amarillos y hediondos", es seguida por otras como "La melancolía que acompañaba los pulsos de los dedos en el pasto, transformaba todas las palabras en olas desvanecidas en el aire". Vaivenes de lenguaje que revelan las contradicciones existenciales de un universitario santiaguino, cuya manera de percibir el mundo y las numerosas citas de conjuntos punk chilenos y españoles revelan su identificación con la desencantada, rebelde y lúgubre subcultura que comenzó a popularizarse a mediados de 1970.
El argumento que se despliega en
Viernes, ganas de mear y lo que pasó después adquiere la forma de una anti-epopeya diminuta que por distintos caminos golpea con fuerza la sensibilidad del lector: el premio que busca con desesperación Maxi, el antihéroe protagonista y narrador del relato, es un lugar donde orinar después de haber ingerido considerables cantidades de alcohol; las interrogaciones de Maxi frente a una existencia que percibe sin sentido; la consecuente reducción de sus aspiraciones de felicidad a un deseo permanente de emborracharse y el irracional frenesí con que las generaciones jóvenes a que Maxi pertenece reaccionan frente al conocimiento tradicional y las instituciones establecidas. Me parece significativo que los alrededores del GAM (el Centro cultural metropolitano Gabriela Mistral) con un centro universitario incluído, formen el espacio donde se acumulan inmisericordes las numerosas escenas de decadencia juvenil iluminadas por el deambular de Maxi ("Había una mina vomitando sobre un urinario y otra intentando levantar a su amiga de una esquina").
El relato adquiere una nueva dirección después que Maxi logra aliviar su maltratada vejiga. Exhaustos debido a la parranda de alcohol y bailes desaforados que marcan el fin de un día de clases, los universitarios borrachos inician el regreso a sus casas bajo la mirada de "un dios con problemas mentales" que disfruta del sufrimiento de sus creaturas. A duras penas Maxi logra subirse a un bus que lo llevará a su casa en Peñaflor. Durante el trayecto y dominado ahora por desagradables ganas de vomitar, Maxi experimenta alucinaciones que deforman su realidad circundante. Por último logra llegar a su dormitorio, pero ahí lo espera un extraño ser de alas iluminadas y de curiosas reacciones sentimentales con quien se ve obligado a sostener un diálogo que impedirá sus deseos de dormir. Fin de la historia.
Me desconcierta pensar en lo que he leído: imágenes que nacen en la memoria de un inadaptado, confuso y borracho estudiante de tercer año de universidad, entre las que destaca el recuerdo del abandono de una polola a la que, en medio del embotamiento causado por el alcohol, descubre, o se imagina divisar, abrazada a otro en el mismo bus en que viaja a su casa. Me pregunto si tales imágenes sugieren un propósito estético de representar el irracionalismo conductual de las nuevas generaciones, revelador de su desencanto, su desorientación e incluso su cólera frente a un futuro sin alternativas. Regreso al diálogo entre Maxi y el ser con alas, porque pienso que me puede ofrecer el significado de esta novela: la antítesis entre sobrevivir en un mundo enemigo ("Desde el momento en que nací, la lucha por respirar") que ha perdido su rumbo ("Podríamos haber cambiado el mundo, pero no lo hicimos") y el ansia desesperada de huída ("Cómo escapar de uno mismo, cómo escapar de quienes están, aunque no estén"). Temas repetidos en nuestra narrativa actual observados con mirada punk y nada más.