Acudo a una pregunta de Erasmo de Rotterdam, que es como mi padrino: ¿acaso los teólogos no estiraban la suela, es decir, las Sagradas Escrituras, a su antojo?
Lo mismo ocurre con los columnistas y más en temporada de elecciones, donde florece el entusiasmo por la metáfora, el pleonasmo y la alegoría.
Sienten los columnistas de un sector o de otro, en tiempos de urna, nervio y espanto, el arrobo de la escritura y sus cantos, el elogio de los lectores y claro que les contenta ser citados por aquí, acá y acullá.
Son buenas personas, no lo digo con ironía, sino en general, y lo hago con la moderación del colega menor que desea agradar y no morder.
Hay que citar y saber citar, porque nunca está de más.
Así que no acudo a Platón ni a su hermano Glaucón, tampoco a Polícatro y a su elogio de Busiris, sino al rey Salomón: "En una gran inteligencia siempre hay grandes sufrimientos".
Los columnistas son personas inteligentes, pero sufren por no serlo aún más.
De sobra está señalar lo evidente: ese no es mi problema.
Carezco de la capacidad y ahora los entiendo más que nunca, cuando la brújula se les traba, los ejemplos les gotean y el hilo cortado de los hechos les corta el volantín.
Releen sus columnas y ven un dirigible para los lectores y el país, porque en cada columnista hay un oráculo agazapado, un augur que espera y un profeta desenfrenado.
Después la realidad es más fuerte y no era un dirigible, sino que una cambucha.
A todos les ocurre: jacobistas, benedictinos, recoletos, budistas y agustinos.
Comprueba el buen columnista que no hay capacidad divina para diseñar el futuro y las nieves de los tiempos congelan sus análisis.
En épocas de tridente y desconcierto, las columnas del templo caen por su propio peso y los acontecimientos superan a los ensayos y tesis que finalmente son tan humanas: no era más que sociología en situación de calle, polvo de estrellas, cálculos de hojalata y conclusiones apanadas.
No hay tragedia alguna, porque sobre esos escombros se escribirán las próximas columnas.
Es que todo se puede explicar, esa es la materia prima celestial de un buen columnista.
¿Hasta cuándo? Hasta estirar la suela.
En estos tiempos, además, les solicitan cuestiones extras y por tanto pecuniarias -más columnas, qué otra cosa va a ser- y hasta puede que pidan tres mil caracteres (con espacios) de día para otro.
Un columnista, hay que decirlo, es competitivo y fijado: miren la ubicación del escrito, la pequeña foto y vean si algún llamadito en portada destaca o ignora.
Y hay otra cosa: les preocupa e importa marcha del país, eso es evidente y notorio, pero que realmente les atormenta es cuánto le pagan al que firma la columna del lado.
¿Cuánto al abogado imperial, al psicólogo con cara de paciente, al ingeniero paquetón, al sociólogo del aire o al profesor poco iluminado?
Cree que a él le pagan el doble y por eso pregunta (y hasta lo oculta), pero la verdad es que recibe la mitad y todavía no se entera.
Así es como las instituciones quedan.
Así es como los columnistas pasan.