A pocos días del balotaje de primera vuelta, circuló por redes sociales una serie de cartografías que mostraban algo que tanto se temía como se sospechaba: en las grandes ciudades, el mapa de la participación prácticamente coincide con el mapa de los estratos socioeconómicos y a mayor vulnerabilidad, menor involucramiento. Es decir, los territorios que más necesitan de políticas públicas para surgir, los lugares en donde las acciones de los gobiernos pueden transformar drásticamente una realidad, no están bien representados.
No solo es preocupante que las necesidades no tengan su correlato electoral, sino también que esto nuevamente evidencia que la desigualdad tiene una definida expresión territorial. En espacios homogéneos, la marginalidad se transforma en un país dentro de un país. Un orden paralelo de ciudadanos desilusionados que comparten un espacio de desventajas en manifiesto contraste con la ciudad acomodada. En ese otro país no funciona el orden social de la misma forma. Los casos extremos comenzamos a verlos en algunas poblaciones cuya estructura política empieza a ser el narcotráfico y su ley, la violencia. Allí no llegan ni las policías, ni las ambulancias a tiempo, y la única pirotecnia que se lanza es acompañada de tiroteos el día que llega la merca.
Mientras tanto, otros soñamos con cafés literarios y bicicletas, y consideramos que el robo de un auto es el acabóse de la anarquía. El espacio define nuestras prioridades políticas, pero para algunos solo reproduce el desencanto. ¿Cómo ayudamos a revertirlo? Con nuestro esperanzado voto. Quienes nos involucramos en la construcción de la democracia debemos ser capaces de mirar más allá de nuestro confortable jardín e incorporar la realidad de los no representados en la definición de las prioridades de ciudad. Debemos torcer la mirada de los gobernantes a medidas que corrijan la desigualdad y actúen con clara preferencia en los territorios de la desventaja. Porque la división de un país entre los que participan del sistema y los que ya no tienen por qué creer en él puede ser mucho más profunda e irremontable que la separación entre izquierdas y derechas.