Cae la tarde soleada en mi oficina. Estoy invitado a la inauguración de una importante exposición de pintura en el Museo de Bellas Artes. Sé que la exposición ocupará varios salones y estará repleta de público, pues la invitación ha generado enorme expectación. Y no será cualquier público: habrá artistas, críticos, coleccionistas, galeristas, curiosos y buena parte del beau monde metropolitano con ganas de ver y ser vistos. Debo apresurarme; se hace tarde y voy en transporte público, como voy siempre al centro de la ciudad. En la mañana, antes de salir de casa, me he vestido pensando en la ocasión, pero a medida que avanzaba el día me pareció que pude haber sido un poco más veraniego y atrevido, para homenajear como corresponde a mi amigo el pintor, al bienvenido sol de primavera y a la ciudad espléndida cubierta de verde y flores. Voy como voy.
Salgo a la calle y camino por un callejón para llegar a una avenida, con el tranco largo de quien va contra el reloj. Paso, como tantas veces, mirando de reojo la larga vitrina de una tienda que ofrece ropa usada, pero siempre impecable y escogida con buen gusto. Tiene esta vitrina (o quien la arregla, más bien) la virtud de mostrar pocas prendas en amplio espacio, permitiendo admirarlas en todos sus detalles. Todos los maniquíes llevan prendas de mujer, salvo uno, siempre en la misma esquina, que luce una de hombre. Mientras voy pasando, esa única prenda de hombre, una fantástica camisa estampada, me flecha. ¡Está predestinada! Entro a la tienda y me recibe una joven vendedora; no hay nadie más. Le pido probarme la camisa y cuando salgo del probador, ella sonríe, sincera, y dice: "Le queda perfecta". "Pues me la llevo puesta", le contesto, y le pido además que por favor me guarde mi otra camisa hasta el día siguiente. En realidad esta camisa es un hallazgo, por su tela, su corte, sus botones, su colorido, su irreproducible y exquisita antigüedad. Voy feliz: este divertido episodio es todo lo que podría pedir de una buena ciudad...
Ya en el museo, tal como supuse, me abro paso entre cientos de personas, multitud radiante que se despliega por salones tapizados de las pinturas del artista, enormes e impactantes, y entonces pienso que mi nueva camisa está a la altura de la fiesta. De pronto, a mis espaldas, una voz de mujer me dice: "¡Qué camisa más extraordinaria!" Me doy vuelta, ufano, y me encuentro cara a cara con mi adorable y sonriente vendedora. ¡Increíble! Nos deshacemos en risas y le digo que creo que el destino nos reúne y nos recompensa con sorpresas y alegrías por ser fieles a la calle, que en realidad es ser fiel a la ciudad auténtica; fieles a las virtudes del caminante de veredas, y por creer en la magia de las vitrinas bellas.