Manuel Pellegrini tiene todo el derecho de negarse a dirigir la selección chilena, por las razones que estime convenientes. Puede decirlas públicamente o callárselas para siempre, si quiere. Y puede decidir, obviamente, continuar su carrera como más le plazca.
Para el fútbol chileno, sin embargo, su negativa encierra una inmensa contradicción, porque las condiciones para convertirse en seleccionador parecen ideales. Pellegrini y Arturo Salah enarbolaron un discurso crítico permanente, que los distinguió por sobre sus pares. Hoy, uno en la presidencia de la ANFP y el otro desde la oferta para ocupar el más alto puesto técnico, podrían concretar ese cambio, o al menos luchar para hacerlo, como alguna vez lo hizo su mentor e ideólogo, Fernando Riera, en peores circunstancias que las que hoy enfrentan sus discípulos.
Si Salah y Pellegrini -en su privilegiada posición- no se sienten capaces de liderar el proceso con el que tanto soñaron, es una mala señal. Jamás hubo tantos recursos ni tantas herramientas, y, honestamente, los dirigentes del fútbol chileno nunca fueron muy iluminados en el colectivo. Y pretender gobernar sin oposición o solo "con gente como uno" es cercano a una dictadura. Las directivas más exitosas siempre debieron batallar para imponer sus ideas ante un grupo que solo quería garantizar dinero o fama. Si ambos estuvieran resignados y sometidos a las inamovibles fuerzas del destino, las alternativas serían dos: perdieron o no se sienten capaces. O, lo que es peor en el caso de Salah, debería renunciar a todo su pasado para construir su proyecto con un entrenador extranjero.
Si efectivamente don Manuel siente que las críticas fueron muchas y que jamás se le reconoció el talento en su patria, estaría otra vez replicando el modelo de su mentor, quien sin embargo, en el desafío más grande de la historia, optó por luchar, pese a que nunca tuvo el viento a favor. Es verdad que Pellegrini fue denostado, humillado, estigmatizado y duramente caricaturizado en un momento de su carrera, pero el abanderado puntual de esa campaña fue Eduardo Bonvallet, quien, en otra cruel paradoja, fue ungido por varios de los más acérrimos admiradores del ingeniero como un iluminado del análisis futbolístico.
Sobre estilos, el fútbol admite -debe admitir- muchas opiniones. Es esa su esencia y popularidad, y el juego siempre ha sido debatir, discutir, confrontar. Pero hay en esta negativa una razón que no atiende ni a las críticas pasadas ni al respeto por los contratos. Ya está dicho que el mismo Pellegrini se liberó antes de tiempo de sus vínculos con Villarreal para ir al Real Madrid y del Málaga para anclar en el Manchester City. Tampoco, suponemos, por la calidad de la materia prima, que es algo que siempre se encargaron de elogiar y proteger en su diagnóstico. Lo que se reprochó en su discurso no fue ni a los jugadores ni a los entrenadores chilenos, sino a sus condiciones de trabajo.
En esta, la gran encrucijada de la historia, ubicados como protagónicos, Salah y Pellegrini deberían ser fieles a su maestro, a su discurso y a su misión, porque sobre esas bases pretendieron construir su escuela y su legado. Si no quieren hacerlo, reitero, están en todo su derecho. Pero en ese mismo instante toda su lucha habrá cesado. Y sería bueno saber las razones.
Solo por eso.