Siempre resulta un tanto embarazoso escribir sobre obras póstumas y es ineludible hacerse algunas preguntas: ¿será un trabajo inconcluso a pesar de haber sido entregado por el autor a la editorial antes de morir o tal vez no tuvo tiempo de revisarlo?; ¿habrá sido publicado debido a que la notable carrera del prosista asegura el éxito?; ¿por qué sacan este libro bastante tiempo después de su fallecimiento? Y, por último, la más importante de todas: ¿no es casi una regla general que los títulos que no aparecieron en vida del creador resulten un chasco? Estas y otras dudas se disipan enseguida tras leer la primera página, en verdad las primeras líneas de
Mis tres homicidios, de Luis Rivano. El volumen es la culminación de una carrera literaria de más de 50 años, una carrera de novelas y dramas coherente, genuina, sin altibajos, sentimental sin ser llorona, cruda sin caer en la grosería, que se inició con el bullado debut de Rivano en
Esto no es el paraíso, que le costó el retiro del cuerpo de Carabineros y que lo sitúa entre los mejores narradores de su generación. El rasgo principal del extenso corpus de Rivano es haber retratado un mundo que conoce al revés y al derecho, un espacio donde se dan el amor, la generosidad, las amistades y en especial la ternura de personas duras que parecen implacables, que viven el día a día para sobrevivir apenas con lo puesto y que, sin embargo, son capaces de entregar lo mejor que poseen, aun a riesgo de perderlo todo.
Se trata de un medio que pocos conocen, aunque esté a la vista y del que nadie sabe tanto como Rivano: los delincuentes actuando en la calle o viviendo en la cárcel, las prostitutas, los cafiches, los policías de baja graduación, los intermediarios que actúan entre los desposeídos y aquellos que tienen dinero para financiar sus vicios; en suma, el hampa santiaguina, compuesta por una extraordinaria y pintoresca gama de caracteres, tan excepcional, multifacética y querible que echa por tierra los mitos acomodaticios de la clase media, que siempre se siente triunfadora o exitosa. En
Mis tres homicidios simplemente no hay lugar para esa respetabilidad por la que tantos luchan. Además, todas o casi todas las ficciones y piezas para el teatro de Rivano transcurren en un Santiago desaparecido, el de las décadas del 50 y el 60, el del Hotel Carrera, los Juegos Diana, el bar Indianápolis, el café el Bosco, las calles San Diego, Tarapacá, Eleuterio Ramírez, o sea, una ciudad sin
glamour que alberga a un laberinto de hombres y mujeres que nada ha interesado a la literatura nacional, la de la época de Rivano y la de ahora.
Hay pocas, si es que hay alguna novela, chilena o extranjera reciente, que comience cuando un condenado por asesinato está contando los días que le quedan para salir y, sin haber sido visitado por nadie durante el largo período que estuvo privado de libertad, le avisan que una dama lo está esperando. El preso es Vinizio o el Rucio y la mujer es la Guille, su amiga de siempre. A ambos los conocíamos desde
El apuntamiento (1967) y
El Rucio de los cuchillos (1973), por lo que
Mis tres homicidios es, claramente, la culminación de una trilogía novelesca.
La Guille es una patinadora, brusca, de lengua afilada, descreída, muy atractiva y de buen corazón, que le trae al Rucio un enorme paquete con ropa y decenas de cartones de cigarrillos de la extinta marca Liberty. A partir de la conversación entre ambos, en un solo capítulo sin interrupciones, donde se recurre sin transición al racconto y otros procedimientos similares, se desarrollan las biografías de ambos protagonistas. Vinizio llegó muy niño a Santiago, con una mano por delante y otra por detrás, empezó a ganarse la vida como prestador de servicios homosexuales, para de ahí pasar a las ligas mayores, esto es, convertirse en lanza, y su historia se entrelaza con las terribles, sabrosas o divertidas trayectorias de sus compañeros tras las rejas, tales como las del zapatero Bernales, el Llorón que se solaza en la Biblia, el Johnny que funciona en la vital sección Estadísticas y varios otros. La Guille posee un origen tan oscuro como el de Vinizio, reside en la pensión de doña Eugenia, o sea, un burdel, y también aporta con su abundante y fantasiosa cuota de anécdotas relacionadas con esa fauna multicolor de colegas de profesión, regentas, proxenetas, sirvientes, detectives, clientes, comerciantes, protectores y protegidos, junto a todo ese microcosmos fascinante, vívido, colmado de traiciones y lealtades indestructibles que constituye un lenocinio, y uno en pleno centro de la capital.
El lenguaje de
Mis tres homicidios es el mismo que vemos en los textos previos de Rivano, muy cargado al dialecto y a los giros para entendidos en el submundo de criminales y de personas llamadas de mal vivir -si bien parecen pasarlo mucho mejor que los pudientes-, aunque en este caso se ha refinado al no exagerar el habla de los bajos fondos. En buena medida,
Mis tres homicidios es un
tour de force, una prueba de energía y elocuencia para contar una intriga: en pocas páginas y mediante una técnica segura, depurada, natural, penetramos en las existencias de dos personas y de muchos otros y otras que los han acompañado, recuperamos un medio perdido y olvidado y leemos algo que, hoy por hoy, es inhabitual: entretenido, nuevo y a la vez antiguo, conocido y al mismo tiempo completamente desconocido. Así, Rivano ha dejado un legado notable, una trama que se lee de corrido y queda grabada indeleblemente en la memoria.