Para qué especular sobre el resultado de las elecciones cuando falta tan poco para su desenlace. Mejor reflexionar sobre lo que este proceso electoral ha revelado sobre el estado de ánimo de los chilenos y de la evolución de sus adhesiones políticas. Al respecto, todo indica que estamos en un turning-point.
Es un hecho que las campañas han despertado poco interés. Las adhesiones a los candidatos, cuando las hay, son débiles, sin pasión. La selección se hace con el argumento de que no hay una mejor alternativa. Pocos hacen proselitismo, incluso entre quienes respaldan al candidato que tiene la mayor chance de ganar. Muchos aún no saben por quién votar, o evalúan no hacerlo. Estamos ante una campaña fría, movida por el cálculo antes que por el deseo.
¿Por qué se ha llegado a este panorama? Hay quienes culpan a las nuevas regulaciones. Influyen, no hay duda, pero no agotan la explicación. Afecta la sensación de que ya se sabe el ganador, pero lo mismo sucedió en elecciones anteriores y ellas consiguieron despertar mayores tasas de fervor. Influye que entre las propuestas programáticas de los candidatos principales no haya contrastes sustanciales. A diferencia de la elección anterior, por ejemplo, ahora nadie promete inaugurar un "nuevo ciclo" ni menos tomar el cielo por asalto.
Quizás la frialdad tenga un motivo más de fondo: los chilenos esta vez no depositan muchas expectativas en lo que pueda hacer el gobierno en su favor, y por lo mismo no les importa demasiado quién ocupe La Moneda. Así lo muestran algunas encuestas, como la Bicentenario UC-GfK. Es algo cíclico. Bachelet fue catapultada cuando la población creía que su suerte personal tenía mucho que ver con el gobierno, pero las reformas que ella misma impulsó, con fidelidad extrema a esa presunción, se han encargado de mitigar esa ilusión. Ahora, cuando las cosas parecieran depender más del esfuerzo de cada uno, la gente no se excita demasiado con las promesas de los candidatos -y cuando lo hace, pone los ojos en quien ofrece mejor gestión, como Piñera.
Pero a la base de la indiferencia que hemos observado en esta campaña hay quizás un proceso aún más profundo: un proceso de des-coagulación de las identidades y adhesiones políticas forjadas en la década de los años ochenta del pasado siglo.
Simplificando, las filiaciones políticas tienen dos tipos de origen: los de orden material (como ingreso, clase o educación) y los de orden inmaterial o simbólico (como religión, etnia o ideología). En el mundo actual las del primer tipo tienden a debilitarse. Ser pobre o trabajador asalariado, por ejemplo, a diferencia de antaño, no va de la mano con votar por la izquierda. Las adhesiones políticas se fabrican y son más líquidas. Su coagulación depende de corrientes culturales subterráneas y de ciertos eventos históricos que tienen como particularidad cuajar identidades que luego perduran en el tiempo. Es el caso del régimen de Pinochet, por ejemplo, que articuló la escena política chilena por casi un tercio de siglo.
Esta campaña coincide con la des-coagulación de las identidades políticas históricas. Esto es evidente en la centroizquierda, donde las apelaciones que la mantuvieron unida por treinta años perdieron toda eficacia; caducaron. Pero el mismo virus, seguro, atacará a la derecha. Vienen tiempos fascinantes, de esos que hay pocos en la historia, donde aflora la posibilidad de escribir un nuevo guion. Lo que puede desembocar en una re-coagulación de las identidades políticas, dando lugar así a una nueva estabilidad, o empujarnos a un período tumultuoso de recriminaciones y ajustes de cuenta. Ojalá sea lo primero. Todo dependerá de la visión de nuestros liderazgos.