Temo quedar un día enfrascado en un espacio mental restringido, digamos en un estrecho presente rodeado por extensiones de olvido. Hacia allá parecemos ir todos, en la medida en que el modelo con que administramos el pasado y el futuro es evidente que se modifica con los años. Yo al menos constato una progresión: cada día me voy conformando para vivir con cuotas más exiguas de tiempo. Me dejan cinco minutos solo y me distraigo.
Antes, en todo caso, era más frecuente que hoy ver ancianos dejados en los antejardines, solos en sus sillas, con la tarde larga como perspectiva y el silencio del jardín como circunstancia. ¿Qué podían hacer ahí una vez agotada la lectura por cansancio ocular? Descansar la vista en el movimiento de las hojas por la brisa, escuchar cantos de zorzales, el lejano zumbido abombado de la ciudad, divisar transeúntes, percibir algún anuncio emitido por un altoparlante dos cuadras más allá. A otros ancianos los hacían cumplir estos ritos vespertinos en departamentos mullidos, atemperados por la calefacción central y la locución de la radio Andrés Bello. Se los veía desde la caótica calle puestos en un sillón reclinable junto a la ventana, inmóviles, redimidos.
El vicio del cigarrillo se explica por estos problemas con el tiempo más que por la adicción provocada por la nicotina. De jóvenes fumábamos tanto porque ese acto gratuito nos permitía graduar el tiempo, modalizarlo, hacer un break y dar un paso al lado, de modo que este no nos enhebrara. La riqueza, la nitidez de la experiencia en los años de aprendizaje creo que procede de este recurso. Teníamos muy claras las categorías de la angustia, la desesperación, la impaciencia, la urgencia, sombras que nos corroían el alma y que descifrábamos leyendo a Sartre, a Kierkegaard o a Nietzsche.
Cuando joven uno tiende a imantar las zonas de la ciudad, los recorridos por las calles o ciertos boliches nocturnos con la impronta de aquellas lecturas que le impresionan, con las películas en las que cree entrever un mensaje existencial. Cuando yo era joven se podía fumar en cualquier parte, de modo que ante una cerveza o una taza de Nescafé -no había de grano- se hacía relativamente fácil escenificar nuestros sueños culturizados. Mejor aún si estas escenas se daban en noches de lluvia, con vidrieras empañadas y la sensación de encontrarse al centro de todo en el sitio adecuado, en la concha, en el nido, en el punto hipnótico del círculo concéntrico.
Pensarán que exagero, pero no me parece. Si bien presuntamente he pasado "la mitad del camino", tengo la juventud tan cerca como la vejez. Aquí persisto como a la espera de algo, como esos viajeros que catean la venida de una micro desde la berma de un lugar sin señalética ni nombre aparente.