Esta es una de las primeras películas que se asoma en el mundo de las instituciones del arte en Chile. Por desgracia, solo se asoma, abre una ventana y luego la olvida. Veremos por qué. La aproximación de Cristóbal Valenzuela está cargada de ironía y sorna, porque ha descubierto que este es un mundo cuya solemnidad encubre una enorme, penosa, hasta vergonzante precariedad. ¿Y cómo lo ha descubierto?
A partir del caso que desarrolla: el 16 de junio de 2005, los guardias del Museo de Bellas Artes advirtieron que una escultura de Auguste Rodin, presentada dentro de la primera exposición de ese artista en Chile, había desaparecido de su plinto. No estaba había sido robada. Las cámaras de seguridad no ayudaban en nada, porque la luz de la sala había sido apagada, ¡como todos los días!, a pesar de que en otro piso se celebraba un cóctel de entrada libre. La alarma por el robo escaló hasta el ministro de Educación, pero duró poco, porque el busto de Adéle apareció entre unos arbustos del Parque Forestal.
Eso es lo que dijo el estudiante de tercer año de arte de la Universidad Arcis Luis Onfray, un cuento tan frágil que en cosa de horas se supo que el alumno era quién había robado la escultura, según su propia confesión, en un arrebato facilitado por la ausencia de luz y vigilancia. Hasta ahí los hechos
La incoherencia comienza después, cuando Onfray, que a sus 20 años se describe como "artista, no ladrón", asustado ante la posibilidad de ir a la cárcel, intenta presentar el robo como una "acción de arte", destinada a explorar la dialéctica entre presencia y ausencia. La película no solo acepta esta pretensión, sino que se entusiasma con ella y, solo con la ubicación que les da en el relato, manipula las declaraciones de sus entrevistados de un modo tal que parece que todos empiezan a aceptar que el robo ha tenido cierta dimensión artística. Es verdad que algunos de estos momentos tienen matices delirantes -una jueza que habla un lenguaje deleuziano, un neurobiólogo que reflexiona sobre las metáforas orgánicas-, pero el conjunto avanza en la dirección de sostener una tesis más que en la de conservar una distancia, por así decirlo, documental.
Onfray es construido en el filme como un joven con más problemas que talento, y la inefable simpatía que ello suscita hace perder de vista la precariedad de todo, de las instituciones, de los artistas, de los profesores, de los museos, y hasta del mismo robo. En
Robar a Rodin hay una película irónica, pero finalmente complaciente, leve, amigote, infectada con esa estética del dron que ha comenzado a invadir los documentales, y hay otra película latente, asomada, que pudo ser y no fue.
Otra película ausente.
Robar a Rodin
Dirección: Crsitóbal Valenzuela.
Con: Luis Onfray, Sergio Bitar, Clara Budnik, Milan Ivelic, Pablo Chiuminatto, Guillermo Frommer.
81 minutos