¿Qué pasó que en tan poco tiempo la calificación de un mismo sistema de campeonato mutó de la mediocridad misma a la espectacularidad, la emotividad, la competitividad? ¿Ha habido un salto de calidad desde el anterior torneo a este Transición? ¿O nos hemos puesto más tolerantes con lo que hacemos domésticamente después de la eliminación mundialista?
La crítica suele ser más piadosa, más comprensiva, si se quiere más cómplice con la industria, cuando Colo Colo y Universidad de Chile son los que protagonizan la disputa del título. Es una práctica constante, tanto como injusta, pero comprensible cuando el mercado del fútbol chileno se rige por un modelo que en muchos aspectos se asemeja a un duopolio y en el que ocasionalmente el sistema de competencia es funcional a los intereses deportivos de ambos.
No se trata de defender el modelo de torneo corto, demonizado generalmente porque la irregularidad palmaria de los equipos chilenos lo convierte en un constante vaivén que impide la "virtuosa supremacía futbolística" de los clubes grandes; más bien es poner en perspectiva que para el juicio crítico de un amplio sector de especialistas el sistema parece no ser tan malo cuando en la recta final albos y azules figuran con las opciones más reales.
En el ambiente y los contenidos se palpa que frente al duopolio dominante no importa mucho el análisis de la calidad del juego o de los atributos de los torneos cortos y largos. Algo nada de saludable sucede cuando, estando Colo Colo y Universidad de Chile palmo a palmo, la falta de consistencia futbolística que puedan presentar dé lo mismo o sea derivada a la marginalia. Las declaraciones de hostilidades mutuas, las diferencias de opinión de los líderes o las polémicas artificiales de los entrenadores siempre primarán en el debate porque la tensión semanal es lo que acrecienta el suspenso. La disputa de los "grandes" por el título sobrepasa con largueza la indiscutible subjetividad que se haga sobre el rendimiento colectivo, la evolución del juego o los cambios tácticos experimentados en un período limitado.
Ahora que se aproxima un cambio de modalidad de torneo, la tesis de que la preferencia por uno largo se fundamenta en la mayor probabilidad de que el duopolio termine disputando el certamen no resulta descabellada, y no porque a lo largo de 30 fechas se gane en calidad, se potencien los clubes de menor poderío, se progrese en la organización y se robustezca la industria. Nadie puede garantizar que un campeonato extenso implique que se registren alzas en los rendimientos en copas internacionales, se consoliden jugadores más jóvenes o surjan talentos producto de la estructura de la competencia. Esa es una sospecha tan factible de ser realidad como que un equipo haya definido el título o descendido 5 o 6 fechas antes del término, dejando a la emoción, un factor clave y tan valioso para el negocio como la calidad, reducida a una mínima expresión.