Luca D'Andrea ha sido comparado por un importante diario italiano con Jo Nesbo y Stephen King, a raíz de La sustancia del mal , su reciente y exitoso libro. En realidad, con el autor noruego tiene poco en común, pero sí con el prolífico King: espacios abiertos y, a la vez, muy claustrofóbicos; paisajes idílicos que evocan tarjetas postales donde se oculta una maldad ilimitada; personas con una trayectoria que por ningún motivo van a permitir que salga a la luz; componentes macabros, incluso diabólicos, que se presentan desde las páginas iniciales y que terminarán dominando la historia, en fin, elementos inexplicables que lindan con lo sobrenatural y que a ratos hacen pensar que todos están locos de remate o bien, el lector es víctima de alucinaciones. Para aquellos que han leído El resplandor , de King, o visto la formidable adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick, resulta imposible ignorar los guiños que, en forma repetida, D'Andrea hace tanto a esa narración como al terrorífico filme.
Porque a fin de cuentas, más que una intriga de acción o un thriller policíaco, La sustancia del mal es, de punta a cabo, una novela de terror, un terror que va in crescendo y que, al promediar la lectura de este título produce deseos de saltarse las páginas o de cerrar el volumen y leer algo menos espeluznante.
El reconocido documentalista norteamericano Jeremiah Salinger -otra alusión a una figura de culto en las letras estadounidenses-, tras haber conseguido un triunfal reconocimiento en su país de origen en el competitivo medio televisivo y luego de numerosos premios por sus rodajes en torno a grupos de rock alternativos, se instala en la localidad austríaca de Siebenhoch, en medio de los Alpes tiroleses, contigua a la frontera lombarda; se trata de un lugar donde prácticamente todos los habitantes son bilingües y hasta trilingües. Se ha casado con Annelise, originaria de ese pueblo, tienen una hija, Clara, y conviven armónicamente con Werner, padre de Annelise, quien vive en una aldea situada a pocos kilómetros de Siebenhoch. Ya desde el principio Salinger sufre un accidente que casi le cuesta la vida y es rescatado de lo que él llama, metafóricamente, la Bestia, por el servicio de socorro que en el presente es ultramoderno, súper eficiente y cuenta con helicópteros de última generación. Mientras convalece, se entera de que en 1985, cuando Siebenhoch era un peladero, sin ningún atractivo turístico y sin las mínimas comodidades para esquiadores o alpinistas, durante una devastadora tormenta, tres jóvenes fueron horriblemente asesinados en el Bletterbach, un enorme cañón entonces inaccesible, con fósiles que datan de la aparición de los primeros homínidos que habitaron la tierra. Treinta años más tarde, el protagonista quiere saber la verdad sobre ese caso nunca resuelto. Sin embargo, empezando por Werner, nadie desea remover el pasado, porque con seguridad ese sangriento episodio lleva consigo una maldición y cada uno o cada una parece esconder secretos inconfesables. Es natural que sea así, porque los rescatistas, entre los cuales se hallan parientes directos de las víctimas, se suicidaron, mataron a sus cónyuges, cayeron en el alcoholismo o fueron a dar directamente al manicomio.
Salinger, por cierto, quiere hacer una cinta acerca de este episodio, contacta a sus socios en Nueva York y actúa con el máximo sigilo. Son inútiles precauciones, pues, con el estallido de las redes sociales y el inmediato acceso a la información, por más que se suponga secreta, sus propósitos quedan al descubierto (además, pese a las advertencias del cineasta, un canal noticioso da a conocer su proyecto, lo que derrumba toda posibilidad de discreción). Y aquí es cuando se destapa la caja de Pandora: el héroe comienza a recibir veladas amenazas, que pronto pasan a los hechos, luego es atacado por los sobrevivientes del crimen colectivo, súbitamente se ve envuelto en un embrollo inmanejable y su mujer e hija corren peligro.
Salinger, no obstante, es porfiado y acude a la biblioteca de Siebenhoch, a los archivos, a los tribunales y cuando cree que nada lo va a detener, empieza una pesadilla de consecuencias incalculables. De perseguidor pasa a perseguido, de investigador se transforma en sospechoso, de huésped bienvenido en la comarca, se ve en el incómodo y muy riesgoso papel de extranjero indeseable.
D'Andrea construye La sustancia del mal en base a capítulos cortos, bruscos giros y sucesivos y diferentes grupos humanos, en una ficción que prácticamente en sus tres cuartas partes está compuesta de diálogos. En el fondo, la naturaleza, una presencia constante, inhóspita, intimidante e indomable, en especial la montaña, es la fuente del horror que permea todo el relato. Y puesto que ha sido violada, saqueada, arrasada hasta en los sitios más impenetrables, quizá se está vengando en contra de los depredadores. Con todo, esta obra de ritmo trepidante, sin descanso, que despliega con habilidad pistas engañosas y tradiciones ancestrales, está, irónicamente, lejos de toda proclama ecológica: todos fuman, comen chatarra, el reciclaje les da lo mismo y no hay una sola palabra que se refiera al medio ambiente. A estas alturas, es difícil ser original en el campo del suspenso; con todo, D'Andrea lo logra plenamente gracias a sus dotes como prosista y a la brillante idea de situar al abominable hombre de las nieves lejísimos de los Himalaya, en pleno corazón de Europa.