Antes, mucho antes, el hombre tenía el contacto con la tierra, cuidaba sus animales y les conversaba. Establecía con ellos un vínculo que le significaba permanente compañía. Él los conocía. Ellos lo conocían a él. Seguro que nunca se sintió muy solo.
Eran pocos y, no obstante, según los expertos, la soledad era desconocida. La vida vive de la vida y todo el entorno estaba vivo. Eso terminó.Hoy el hombre vive con el cemento y el asfalto y las máquinas y los ruidos, y la tele que le habla, pero no lo escucha. Todos elementos útiles pero muertos. Y hay que agregar la velocidad que nos mide como trabajadores útiles o flojos, como productivos o dispensables. Se ha generado así el mal de este tiempo, la soledad.
Mucha gente reconoce necesitar tiempos de soledad para descansar y reflexionar, para poner el cuerpo en posiciones ridículas y cómodas, para sentirse libre. Esa es la buena soledad, la de la libertad.
Pero hay otra, que es sentirse desconocido por otros. Tantas y tantas cosas que vivimos y sufrimos y gozamos que nunca compartimos. Esa es la verdadera soledad. Y es la soledad presente, ¿quién me adivina, quién me reconoce en mis temores más absurdos, infantiles y verdaderos, quién conoce mis verdaderos miedos y timideces? Pocos o nadie. Porque nada dura mucho y eso hace peligrosa la intimidad.
Las amistades se pierden, los matrimonios se rompen, las familias viven muy lejos y se ven para gozarse , no para compartir intimidades. Los amigos, sobre todo los que han seguido nuestra historia, son a veces quienes más nos conocen y menos nos juzgan.
Pero tampoco hay mucho tiempo para la amistad y lo ideal en medio de la vorágine es que los amigos hagan panoramas que los distraigan de sí mismos más que los incentiven a la intimidad. Para algunos, la lectura es una gran amistad porque les muestra otras vidas, pero no les permite expresarse. Al final, estamos en un tiempo en que la soledad nos atrapa. Y no es un buen indicador para la salud mental. Las parejas podrían ser más amigos si no fuera que a veces tantas cosas los separan de la intimidad.
Tal vez algún lector(a) con fuerza podría reponer las viejas tertulias donde conversar era todo. Y ahí, entre tema y tema, cada uno va mirando cómo son los demás. En las tertulias no hay que disfrazarse de rico ni de culto, hay que conversar y escuchar. ¿Quién se atreve?