"Decepcionado, amargado, tristón, solitario".
Así se autodefinía Federico Luppi, solo meses antes de morir el 21 de octubre, a los 81 años, a consecuencia de un hematoma generado por una mala caída que nunca sanó. En sus tributos, los medios se cebaron en lo chocante y tremendo de esa declaración, pero cualquiera que haya visto las películas de esta leyenda del cine argentino y latinoamericano, bien sabía que el actor no era un paseo por el bosque: ante la eventualidad del fervor, la celebración y la alegría, Luppi y sus personajes siempre optaban por las dudas, el arrebato, el enojo; por permanecer en la retaguardia y ser un rebelde (incluso un rebelde en el barro), pero nunca un vendido, una víctima del sistema. Aunque su vida familiar dejó mucho que desear -un largo abanico de ex mujeres y familiares dejaron testimonio de su volatilidad, y hasta violencia, a puerta cerrada-, en pantalla fue el perfecto hijo de esa América Latina de los 60, de una generación inflamada por la revolución, por el romanticismo y las ansias de cambio, pero también desbocada, descarrilada en medio de la lucha, el caos y la frustración.
A la energía escénica de Luppi le venían bien esas figuras "más grandes que la vida", y lo demostró en una carrera brillante, ya sea iluminado por el cine de Leonardo Favio ("El romance de Aniceto y la Francisca", 1967), en su obligatorio paso por el mundo de Osvaldo Soriano (la adaptación al cine de "No habrá más penas ni olvido", 1983) o en las espectrales ficciones sci fi de Guillermo del Toro ("Cronos", 1993; "El espinazo del diablo", 2001); sin embargo, su verdadero hogar artístico lo encontró en sus numerosas colaboraciones con Adolfo Aristarain. La simbiosis de esa dupla fue tan intensa y prolongada que francamente costaba distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro: enamorado del western y los anti héroes del cine de John Ford, Raoul Walsh y Howard Hawks, Aristarain intuyó acertadamente que Luppi era capaz de invocar en clave latina el aura trágica, lacónica y mítica de Gary Cooper, Henry Fonda y John Wayne. Y al hacerlo, el actor fue capaz de crear personajes enormes e inolvidables, que más bien parecen amplios paisajes y latitudes que personas normales y corrientes. Quien vea "Tiempo de revancha" (1981), "Un lugar en el mundo" (1992) o "Lugares comunes" (1993) podrá dar testimonio: Luppi se despliega inmenso, como un gran árbol ubicado en medio de la llanura; un gigante en la calma, la tormenta y la caída. Alguien definitivamente de otra época.
Tal vez esto explica el torrente de homenajes, fotos y escenas suyas, posteadas en las redes, y también el debate desmitificador que siguió a continuación. Evidente: el Luppi real no podía estar a la altura de esas apasionadas figuras, creadas a medias con Aristarain. Estas son trasunto de sueños, deseos e ideales que interpretaron -e interpretan todavía- los anhelos de una audiencia que depositó en ellos el valor que los antiguos asignaron a Arcadia; esa tierra de felicidad, heroísmo y concordia, situada al otro lado de la historia; un espacio que puede evocarse, pero que está más allá de nuestro alcance.
El arrebatado Luppi de los últimos años, el que rumiaba su rabia y furia sin ambages, lo tenía más claro que nadie y no se hacía falsas ilusiones ni pensaba en finales felices. Como le dijo a una reportera de La Nación de Buenos Aires, a fines de 2013: "La mía es una edad en la que ya no tengo la menor posibilidad de mentir. No puedo. No tengo tampoco una exuberante expectativa del mundo que viene. (...) Yo siento que no puedo hacer mucho más, ¿qué voy a descubrir, el engrudo ahora? ¿Qué voy a hacer, Hamlet?"