En casi la exacta mitad de esta película, la protagonista, Tamara (Sara Caballero), llega con un grupo de amigos a la iglesia San Agustín, de Puerto Octay, y de pronto se halla sola, en silencio, ¿desconcertada? No pasa nada. Pero esto es exactamente el primer punto: que no pasa nada, que es una escena cuyo significado está fuera de sí misma. Lo segundo es que se trata de uno de los poquísimos momentos en que vemos a Tamara desde un plano objetivo, distante, ajeno, por así decirlo, "de la directora".
Porque este es un relato enteramente mediado por Tamara: visualmente, con una cámara que la sigue o que adopta su punto de vista; verbalmente, por su voz, que describe lo que ella entiende del mundo a través de susurros, como si hablara a escondidas. Estas estrategias de subjetivación ya estaban presentes en Joven y alocada (2012), la disruptiva cinta de debut de la directora Marialy Rivas y la escritora y guionista Camila Gutiérrez. Solo que aquella tenía humor y parodia, mientras que Princesita es un drama sin retorno, donde lo que hay de humor es completamente involuntario.
La Daniela de Joven y alocada era una muchacha "razonablemente confundida".
Tamara está terrible, espantosamente confundida. Es una adolescente, vive en una comunidad para-religiosa y ha sido designada como "la elegida" por un santón cincuentón, Miguel (Marcelo Alonso), que quiere tener con ella un hijo "santo", un "hombre nuevo" (¿alguien recuerda ese lenguaje?).
Miguel ha construido su propio rito, gobierna a un grupo de jóvenes con muchos niños y no quiere que nadie de fuera se entrometa en las vidas que maneja. Es cómico que la presentación de esta comunidad esté filmada a la manera de Terrence Malick, steadycam, aires vaporosos, agua y mucho, mucho ralenti: bien puede ser ese el estilo apropiado para un cine de santones.
El caso es que tanto en esta como en la anterior película, Rivas y Gutiérrez asocian religión con sexo (y con adolescencia), un supuesto que podría proceder igualmente de una lectura distorsionada de Freud o de una vivencia como la que sufre Tamara, que no atraviesa por una experiencia religiosa -como cree-, sino que es derechamente víctima de un abuso convertido en sistema. Un delito sistemático, en otras palabras, que necesita del encierro y el silencio para cumplir con sus fines sacrificiales.
Por eso tiene importancia esa escena en la iglesia de Puerto Octay, que sugiere que Tamara compara lo que ella vive gracias a su santón abusador con una experiencia religiosa; esto es, que compara el delito con la fe. Como no alcanza a convertirse en provocativa, deviene una idea desconsoladora, tristemente pueril.