Hace 25 años advertimos que algo andaba mal con el desarrollo urbano en Chile. Éramos jóvenes, llenos de entusiasmo y convicciones fraguadas en excelentes universidades extranjeras; Chile salía de un marasmo cultural y todo parecía estar, una vez más, por refundarse. Pero varios hechos daban cuenta de los obstáculos que nuestras ciudades enfrentarían en las décadas siguientes, hasta el día de hoy. En primer lugar, los colegios profesionales (guardianes de la disciplina y la ética) habían sido desarticulados constitucionalmente, mientras que las universidades multiplicaban carreras y vacantes sin el menor control, como en el caso de Arquitectura, que pasamos de 8 escuelas a 48 en breve lapso, causando una evidente sobreoferta, desigualdad en la calidad formativa y una empleabilidad precaria. En segundo lugar, la comuna de Santiago había dado un mensaje nefasto al resto del país en términos de valoración y protección del paisaje urbano y el patrimonio arquitectónico, permitiendo la construcción de enormes torres, de estándares espaciales y constructivos mediocres por lo demás, en medio de sus mejores barrios históricos. Tomó 15 años reconocer el error y revertir esa decisión, pero el daño ya estaba hecho. En tercer lugar, se comenzó a aplicar en Chile una norma de rasantes, cuyo espíritu es garantizar asoleamiento al conjunto de espacios y edificios que configuran la ciudad. Pero al poco tiempo resultó evidente que el mundo inmobiliario, desprovisto de cultura y por lo tanto de escrúpulos, abusaba de la norma con tal de maximizar sus ganancias. El resultado todavía está a la vista: un sinnúmero de edificios que parecen recortados con serrucho en diagonal, la antítesis de una composición arquitectónica. Aquí también tomó una década asumir el error y enmendar la norma.
Pensando en la fealdad construida que se venía acumulando, propusimos entonces que el rol de los arquitectos del futuro -es decir, hoy- incluyera corregir edificios caídos en desgracia por el paso y el juicio del tiempo, dar dignidad ahí donde no la hay: fachadas que deben ser recompuestas, rasantes que deben ser disimuladas, torres que deben ser rebajadas, edificios de oficinas o centros comerciales reconvertidos en vivienda; primeros pisos, en contacto con la calle, que deben ser rehumanizados completamente. Pero también hay que pensar ahora en la precariedad constructiva y espacial con que se han ofrecido decenas de miles de viviendas especulativas en Chile en las últimas décadas. Es posible que en poco tiempo, al menor accidente o recesión económica, esos gigantescos edificios con miles de diminutos departamentos caigan en una profunda crisis de convivencia comunitaria, como ya vislumbramos en algunos casos. En ese momento, y como se hace ya con algunos conjuntos de vivienda social en Chile, habrá que desguazar esos edificios hasta el esqueleto, y volver a componerlos por dentro con viviendas más grandes y mejor construidas.