Publicada en 1957, La isla de Arturo , de Elsa Morante, es considerada la mejor novela italiana de la posguerra. En gran medida, tal encomio se debe al apoyo incondicional que Alberto Moravia, marido de Morante, ha prestado a este título y a la persona de su esposa, incluso después de la muerte de ella, en 1985. Moravia nunca fue generoso con sus colegas ni con sus ex parejas, por lo que debemos creer en su vaticinio de que La isla de Arturo se convertiría en un clásico. Y así ha sido, pues hace tiempo que forma parte del programa obligatorio en colegios y universidades peninsulares. Además, la brillante película de Damiano Damiani, filmada en 1962, otorgó una proyección internacional a este impar relato. Si Moravia fue prolífico, Morante, por el contrario, redactó dos o tres volúmenes más y con certeza será recordada principalmente por La isla de Arturo . Sin embargo, basta y sobra con este texto para asegurarle un lugar permanente en las letras contemporáneas.
Prócida, el enclave en el que Morante y Moravia se refugiaron del fascismo, es uno de esos territorios de ficción que quedan grabados en la memoria: ahí la narradora construyó una de las infancias más sugerentes en la historia de la literatura, como es la de Arturo Gerace, quien junto a su padre, Wilhelm, y su madrastra, Nunziata, forman un triángulo cuyos vértices son imposibles de demarcar. La gran escritora dispone para ellos un palacio inhóspito cerca de una prisión y un espacio físico reducido, que es el universo del que Arturo se siente dueño y que no abandonará hasta que su inocencia se rompa y súbitamente le llegue la madurez. Es un escenario donde las estaciones se suceden con monotonía, aunque también conforma el telón de fondo para esa clase de borrascosos vendavales que cambian a las personas. Morante es una prosista dotada de un estilo fulgurante, que captura como pocos ese movimiento perpetuo que se produce dentro de cada individuo. En efecto, nada parece ocurrir en un mundo exterior inmutable y ancestral y he aquí que los actores jamás se detienen, por más que permanezcan tendidos en cama, fumando o solo divaguen: algo los zarandea, una evolución constante los sacude y hace cambiar de un instante a otro, y van y vienen sin destino aparente. No son los mismos de una página a la siguiente, siempre hay un vuelo, un abismo que se asoma a sus existencias. Morante, con su extraordinaria habilidad para poner en juego matices en frase tras frase, crea personajes inagotables de los que nunca lo sabremos todo. Y esta habilidad permite que una narración como La isla de Arturo funcione como un tratado acerca de los cariños y el hastío, mostrando de qué manera es muchas veces posible pasar de la ternura al odio, del desprecio al franco apego, del deseo reprimido a la ira irracional, del infierno de la incomunicación al descubrimiento de la real naturaleza de quienes nos rodean.
La relación del joven Arturo con Wilhelm es paradigmática de lo que puede ser el tránsito de la admiración al desencanto. Y hacia el final, cuando el protagonista se entera de la homosexualidad de su progenitor, Morante, con destreza, nos hace creer que Arturo, luego del shock inicial, en vez de desdeñar a Wilhelm, acepta su diferencia sin cuestionarlo. Antes de este momento crucial, Arturo se encuentra abandonado entre hombres, ya que su madre murió al darlo a luz. De este modo, acompañado por su imaginación, alimentada por novelas baratas y encendida por lo que él presume son las fabulosas hazañas de los presidiarios recluidos en Prócida, Morante construye a Arturo en base a las ausencias que lo rodean: no va a la escuela, no tiene amigos, no tiene reglas ni horarios y en la práctica, carece de familia. Wilhelm es más un fantasma que un ser humano, casi nunca está al lado de Arturo y cuando regresa de sus misteriosos viajes repudia los afectos, pese a lo cual se transforma en una referencia mítica para el héroe.
La primera grieta en el vínculo, mejor dicho la incondicional adhesión de Arturo por su padre, se genera con la llegada de Nunziata, primer impulso pasajero contra Wilhelm, primer signo de traición. Ella es un presagio ya que Arturo ha crecido en un medio que desprecia al llamado sexo débil: "La aventura, la guerra y la gloria eran privilegios viriles", mientras que "las mujeres, por su parte, encarnaban el amor", emoción que él considera un invento de los libros. Jamás se enamorará de una de ellas y al empujarlo a hacerse esta promesa, Morante se retaba a sí misma para provocar un giro narrativo de 180 grados: ¿podrá Arturo llegar a querer algo que detestaba con todas sus fuerzas? Al darse cuenta de que Nunziata está ocupando un sitio central en su alma, es tarde, porque el aborrecimiento da paso a algo que Arturo todavía es incapaz de entender: "Lo cierto es que, en general, estaba demasiado enamorado del enamoramiento: esta ha sido siempre mi verdadera pasión". Y le guste o no, ama a alguien a quien veía como un mueble, alguien a quien ni siquiera llamaba por su nombre, alguien que es el enemigo público número uno, es decir, una mujer. Este juramento quebrantado marca la gran ruptura en el proyecto vital de Arturo. La otra es por causa de Wilhelm, quien desmorona el microcosmos dentro del cual el chico se sentía invulnerable.
Es difícil que La isla de Arturo nos deje indiferentes, porque tal como él, todos nos hemos hecho mayores sin percibirlo y porque su lectura, al retratar los pedazos de un sueño roto, deviene una experiencia inolvidable.