Corría 1872, el año más prolífico de la historia de Santiago y la Alameda de las Delicias dejaba atrás su carácter fronterizo para convertirse en un nuevo eje central; una espina dorsal que abisagraba el centro histórico con el nuevo desarrollo de la ciudad hacia el sur. Se inauguraba un nuevo sistema de carros colectivos que corría entre la Estación Central y el flamante edificio público de este nuevo eje: el palacio de la Universidad de Chile.
El edificio de Lucien Hénault -cuya obra dirigió Fermín Vivaceta- mostraba el entonces moderno lenguaje neoclásico. A diferencia de la recatada arquitectura del vernáculo colonial, era un edificio que no solo sorprendía por su magnífica altura, sino que regalaba a la ciudad un animado paisaje de pilastras, arcos y ventanales en su bien compuesta fachada. La Universidad de Chile, pionera en la nueva Alameda, simbolizaba los anhelos modernos de un país que se volvía laico y liberal, poniendo a competir nuevos edificios civiles en una geografía urbana tradicionalmente dominada solo por torres de iglesias.
La ciudad ha sido bastante mezquina con el gesto urbano de la universidad y me parece notar la escultura de don Andrés un poco cabizbaja. La primera afrenta se cometió con el paso bajo nivel de San Diego y la posterior instalación de una serie de puestos de libros que entorpecen la vista sobre su fachada poniente. Las obras actuales del Metro no aportan a mejorar la condición de la calle Arturo Prat, en donde tradicionalmente ha proliferado la basura y el deterioro, como en pocas otras calles del centro. Los ciudadanos vandalizan el edificio, los ambulantes lo rodean sin respeto y los propios estudiantes lo tapizan de lienzos con consignas. Una carpa provisoria de venta de libros lleva más de una década estropeando el patio del Archivo Andrés Bello. Las autoridades universitarias contribuyen también con lo suyo, utilizando el frontis tanto para los mensajes políticos como para el avisaje de las actividades de extensión. ¡Magnífico diario mural en inmejorable posición! Merecería, sin embargo, una visión con mayores ambiciones culturales. La justa reverencia que demanda nuestra historia nunca debe claudicar por las circunstancias.