Han pasado diez días desde la eliminación de Chile del próximo Mundial de fútbol y aunque la pena persiste, podemos analizar con un poco más de calma y menos pasión lo que nos pasó.
Ha sido un verdadero golpe a la ilusión de los chilenos, a nuestro ego y a nuestras convicciones (equivocadas o no) que nos decían, dos Copas América mediante, que teníamos a una de las mejores selecciones de fútbol del mundo.
Nuestros éxitos, recientes y reiterados, escondieron algunas debilidades que empezaron a aflorar en el plantel. Los egos y personalismos y una cierta arrogancia empezaron a prevalecer sobre el espíritu de equipo y la ética del trabajo, que se habían impuesto como el ethos de esta selección de fútbol desde que empezó a entrenarla Marcelo Bielsa.
Y entonces, en lugar de nuestra fe en la fortaleza del equipo, de la confianza en el trabajo bien hecho, nuestra hinchada empezó a creerse el cuento, se contagió con el triunfalismo del plantel y empezó a creer en los atajos, en las balas de plata, en la invulnerabilidad de nuestras figuras como Arturo Vidal y Alexis Sánchez, que independientemente del momento futbolístico que vivían, de su concentración e incluso de su disciplina y comportamiento fuera de la cancha en algunos casos, nos darían el triunfo merced a su genialidad.
En este proceso nos mareamos. La mejor generación del fútbol chileno, como nos gustaba decir y escuchar, podía ganarlo todo. No escuchamos las señales que nos decían que, a fin de cuentas, el fútbol es un juego colectivo, de equipo, y que si bien muy buenos jugadores pueden llevar a sus selecciones a triunfar, las grandes transformaciones en el fútbol mundial, Brasil en los setenta, Holanda en los ochenta, Alemania hoy día, se han producido de la mano de figuras descollantes pero también de funcionamientos colectivos de un poderío incontrarrestable, que aplastaban a sus contrincantes sobre la base del juego de equipo y la adhesión a una forma de jugar que las más de las veces se basó en la repetición, la disciplina y el apego a una forma de jugar que el equipo dominaba a la perfección. Miren, si no, lo que ha pasado hasta la fecha con la Argentina de Messi.
La fortaleza del trabajo en equipo y la ética del esfuerzo son especialmente importantes en aquellos países que, como Chile, no tienen otras fortalezas como una gran tradición futbolística, un gran número de jugadores de nivel mundial o una población muy numerosa.
El golpe ha sido especialmente duro para los más jóvenes. Para ellos un Chile ganador es un hecho de la causa. Somos buenos para la pelota y punto. Esa actitud, que tiene elementos positivos porque nos ha permitido pararnos de igual a igual con cualquier equipo de fútbol, nos puede jugar en contra cuando la seguridad en nosotros mismos carece de fundamentos y no está acompañada de esfuerzo, rigor y trabajo bien hecho.
Es inevitable a estas alturas comparar lo que le ha pasado a nuestra selección de fútbol con lo que ha ocurrido en la política chilena. Después de décadas en que el trabajo bien hecho, el premio al esfuerzo y el respeto y la valoración del mérito nos permitieron llegar a ser la primera economía del continente, la que más redujo la pobreza y estaba en el umbral del desarrollo, nos vino el mareo de altura.
Llegó a nuestro país un gobierno, el de Michelle Bachelet, que nos prometió dejar atrás nuestros problemas con un proyecto refundacional de su Nueva Mayoría. Podríamos seguir siendo un país ganador y gozar de nuestro estatus, pero sin tanto esfuerzo. Bastaría repartir de otra forma la riqueza y estaríamos mejor. Podríamos subir en tres puntos del PIB la carga impositiva y la inversión seguiría boyante. Para mejorar la educación bastaba con eliminar el lucro y quitar los patines a los jóvenes que los usaban para nivelarlos con quienes no tenían. Dejamos atrás la ética del trabajo, del esfuerzo y del mérito. Nos olvidamos del trabajo en equipo, eran ellos contra nosotros. Se impuso la cultura del atajo. Podíamos ser exitosos sin seguir el camino que lleva a lograrlo en todas las latitudes.
Para volver al camino del éxito debemos volver a hacer la pega, es tan simple como eso.