En una era donde el hábito de ver películas también ha sucumbido a las tentaciones del playlist , a ir mirando películas una tras otra como quien le pone play a un listado de canciones, el concepto de "festival de cine" -alejado de un presente donde todo se descarga, donde todo se vuelve streaming - nos podría parecer tan anticuado como futurista. Anticuado, porque así es como uno veía cine en el siglo pasado: programándose con anticipación, saliendo de casa, sentándose en la oscuridad junto a un montón de extraños. Futurista, porque con seguridad las corrientes que renovarán el audiovisual de las siguientes temporadas pasarán por allí, fugaces, antes de transformarse en tendencia, en moda o en canon.
Un festival como el de Valdivia (FICV) lleva años con esa lógica totalmente internalizada y así es como su edición 2017 -que hoy finaliza- alojó "películas evento" como "Zama", el esperadísimo regreso al cine de la cineasta argentina Lucrecia Martel; una completa retrospectiva del japonés Sion Sono, quien anduvo paseándose en persona por la ciudad, seguido de un buen puñado de fans; la exhibición de la titánica "Let the Summer Never Come Again", cinta revelación de la última Berlinale, con sus tres horas veinte, filmadas con un obsoleto celular Nokia, y la presencia de nada menos que tres nuevas producciones del coreano Hong Sang-soo, acaso uno de los más grandes directores en actividad. Sin embargo, el verdadero corazón del festival siempre estriba en la intensidad con que en cada nueva entrega plantea y replantea su visión del cine nacional, a veces crítica; otras, entusiasta; siempre lúcida. En esta ocasión, FICV convirtió en protagonistas a cuatro realizadoras: Marcela Said ("Los Perros"), cuya visión "pulp" del destino de los cómplices pasivos de la dictadura se acerca peligrosamente al género de explotación, en desmedro de su intención de denuncia; Marialy Rivas, que con "Princesita" extiende la actual obsesión de nuestro cine por ficciones basadas en hechos reales; Tiziana Panizza y su ambiciosa "Tierra Sola", que a partir de diversos relatos de fugados de la cárcel de Rapa Nui, realiza un viaje que supera largamente los recuerdos personales y se interna en la autoimagen de una etnia, apoyándose en un extraordinario uso de material de archivo; y, por último, "La directiva", tercer trabajo de la documentalista Lorena Giachino. En teoría, su humilde tema -los avatares de una minúscula y casi centenaria federación chilena de árbitros amateur- poco puede discutirle a la relevancia y pertinencia de los escogidos por las otras directoras; pero el cúmulo de rencillas, pellejerías, debates, intrigas e ideales que van poniéndose en juego al interior de este lugar (porque la cámara nunca sale de esas paredes) empieza poco a poco a semejar el de un país completo, y algo similar ocurre con su retrato de los dirigentes, a quienes se les va poco menos que la vida en su esfuerzo por defender su gestión de cara a sus adversarios. Ubicados en la recta final de otra elección presidencial y parlamentaria, es imposible no hacer comparaciones entre la gloria y miseria de estos árbitros, y la de los cientos de candidatos que divisarán el triunfo o la derrota en poco más de un mes. Es en ese plano que "La directiva" se devela como un brillante filme político, y una de las mejores selecciones de este FICV; una capaz de pararse frente a frente al plato de fondo de esta edición: "La telenovela errante", película póstuma de Raúl Ruiz y el eslabón perdido entre su obra chilena de los años 60 y los 2000. En el papel, no es más que un delicioso conjunto de escenas de teleserie que se miran -se refractan- entre sí. Pero, cuidado, la imagen que arroja ese espejo es la de un país acostumbrado a torcer la mirada, a ficcionarlo todo con tal de no hablar de sí mismo.