Chile ha quedado justificadamente fuera del Mundial. Lamentarse ahora por el despilfarro previo a jugar con Brasil es perder el tiempo, tan inútil como la infantil disputa de quién fue el primero que advirtió el desenlace.
Otrosí: el fútbol es presente. La complacencia por lo que esta generación dorada nos ha regalado no puede operar como una antítesis ante el fracaso clasificatorio. No hay que confundirse con este consuelo tramposo al que tanto nos habituamos en otras décadas y que leíamos como triunfos morales. Este proceso implica un retroceso feroz, y quien quiera interpretarlo de otra manera está hablando otro idioma en el mundo de la competencia.
Juan Antonio Pizzi se reconoce como el principal responsable. Imposible desmentirlo. Su alejamiento definitivo es lo único gratificante del final de este ciclo. Es el seleccionador más educadamente mediocre que ha tenido la Roja en el último medio siglo. Nunca fue capaz de abandonar la convención cuando abrió la boca porque siempre transitó por una edulcorada superficialidad de conceptos. Careció de un liderazgo robusto y su gestión como administrador técnico -el cargo que asumió en la práctica- fue floja, conformista e indolente. Resulta paradójico que en su despedida no haya querido "desvestirse para hacer una autocrítica frente a la prensa" si nunca se puso los pantalones para dirigir a este plantel. Al cabo, su nombre asomará en la lista de entrenadores ganadores con la selección, pero su herencia es nula en lo discursivo y estrictamente negativa en cuanto a evolución futbolística.
Los referentes del plantel quedaron en deuda. Ni con el país ni con los hinchas, sino que con ellos mismos. La edad está siendo un factor dramáticamente superior al de la experiencia en el caso de Chile. A nadie se le puede reprochar por la pérdida de atributos, velocidad, reflejos o potencia. En un atleta de alto rendimiento, la involución es natural cuando pasan los años. Por eso que el examen de los jugadores, los que sigan y los que se vayan, debe pasar necesariamente por otras aristas que los triunfos y el halago incondicionalmente estúpido del fanático van minando: disciplina, respeto, motivación y humildad. La selección extravió la grandeza de su espíritu y fortaleza de su juego colectivo porque pensó que su capacidad individual sería suficiente para renovarse en el éxito. Un error monumental.
A la dirigencia, más que pedirle un análisis, hay que exigirle acción. La lectura que haga Arturo Salah y su mesa no van a contener el juicio crítico que la prensa y la hinchada quieren. A ellos no les debe inquietar esto, pero las conclusiones que saquen tampoco serán fundamentales. Hay meridiana claridad respecto de lo que pasó y lo que no puede seguir pasando. No solo recambio y recaudación son la clave para el futuro progreso. La marginación mundialista debe ser el punto inicial para revisar, por ejemplo, algunas prácticas nefastas enquistadas en nuestro fútbol, como la discontinuidad de los torneos en beneficio de los intereses de la selección, el debilitamiento de las divisiones inferiores y el exagerado número de extranjeros en competencia, sin considerar otros vicios más complejos como la aparición de empresas de representantes y financistas de dudoso origen en la propiedad de los clubes.
Y al final del informe de autopsia, una pregunta que nos compete a todos y quizás, por lejos, la que más nos debiera preocupar como sociedad: ¿Qué hemos hecho para que, pese a tener una selección tan exitosa a nivel sudamericano durante casi una década, nos odien tanto en nuestro propio continente?