Es, fue y ojalá siga siendo la gran utopía del hombre. La libertad es oportunidad. Todo parece abrirse si lo miramos desde allí. Es también responsabilidad, es elección.
Y es sana. Porque todo acto mezquino conmigo mismo y/o con los demás es una constricción de la libertad. Es también una gran reductora del estrés. Porque la responsabilidad ya no es de otro, es nuestra y eso evita muchos sinsabores y esclavitudes inútiles, muchas culpas innecesarias que nos producen cansancio. Es distinto arrepentirse de lo que nos hacemos a nosotros mismos que de lo que hacemos a otros. Puede ser tanto o más doloroso, pero sin duda queda en un terreno que también produce menos estrés.
Que elegir asusta, claro que sí. Pero nunca enfrentamos la realidad entera. Gracias a los mecanismos de negación y los olvidos, vamos calibrando el peso de la realidad. Para ser libre hay que aceptar que somos solos, pero que a la vez nuestras utopías y sueños no dependen solo de nosotros. Difícil. Tantas veces queremos romper los límites de lo que nuestra propia libertad nos permite, pero reconocemos al menos que fue un acto nuestro propio, de nosotros mismos, en función también del otro el que nos impuso la restricción.
Hablamos hoy de este tema a propósito de la queja constante que escuchamos cada día de unos contra otros. Son quejas enojadas, cargadas de ganas de restringir al máximo al que actúa o piensa distinto a mí. Debatir nunca es un acto contra la libertad. Insultar, descalificar, menospreciar, sí lo es. A veces parece que hubiera un código para la acción humana. No es así. La gracia de vivir en común con otros hombres es vivir en la diversidad y en cierto nivel de incertidumbre. Si no, este mundo sería como un gran ejército que solo marchara al son de compases iguales. ¿Por qué entonces nos da tanta rabia que haya otros distintos? Tal vez nos dé miedo tanta diversidad. Tal vez nos asuste ponernos a nosotros mismos en duda. Tal vez somos intolerantes porque queremos sentirnos poderosos. Sea como fuere, y existan las razones que existan, el debate siempre fue más fecundo.
Todo lo anterior porque varios extranjeros que nos leen o nos visitan, me han comentado que los chilenos se enojan ante las diferencias muy fácilmente en vez de disfrutarlas y hacer una conversación interesante, o de reaccionar con curiosidad ante los contrarios. ¿Será que nos cuesta la libertad?