Cuando se habla de un legado político la acepción correcta es la que el diccionario recoge en segundo término: "Aquello que se deja o transmite a los sucesores, sea cosa material o inmaterial". La Presidenta Bachelet decía este fin de semana que "no estamos en el Gobierno por legados", pero después se contradecía al asegurar que espera "que venga un gobierno que pueda darle continuidad" a lo que ella ha hecho. O sea, sí le preocupa la herencia que deja.
Los legados son complejos. Todos conocemos familias destruidas por una herencia. El testador puede tener la mejor de las intenciones, pero, una vez que ha desaparecido, el legado adquiere vida propia. Ricardo Lagos lo comprueba a menudo cuando el mundo socialista reniega (absurdamente a mi juicio) de su gestión. Hay jarrones chinos que uno no sabe dónde ponerlos y ahí tienen mucho que ver los herederos.
El caso de los socialistas españoles con el ex Presidente Rodríguez Zapatero es paradigmático. Éste decidió "sacrificarse" adoptando una serie de medidas impopulares para recuperar la credibilidad de la economía. Sus sucesores, Alfredo Pérez Rubalcaba, primero, y Pedro Sánchez, después, fueron incapaces de capitalizarlas políticamente.
Hay dos casos muy claros. Uno fue la reforma constitucional española que introdujo el concepto de que el pago de la deuda pública tiene prioridad ante cualquier otro gasto. El segundo fue que Zapatero prefirió congelar las pensiones pese a que podía gastarse el Fondo de Reserva que en 2010 tenía 66.815 millones de euros (el 7% del PIB español) y que después casi ha sido agotado por el derechista Mariano Rajoy.
Ninguno de los sucesores de Zapatero fue capaz de administrar el capital de responsabilidad política que había en ambas decisiones. Se mostraron avergonzados ante los ataques de los populistas y hasta renegaron del ex Presidente.
Algo de esto ocurre en Chile. A la Presidenta le gustaría, como dijo en su última cuenta pública, que en su legado se destacara el haber mitigado la que considera "la mayor amenaza a nuestra convivencia" que es la desigualdad -cuestión que aún está por comprobar-, y haber creado un "futuro cierto" para los nuevos derechos sociales.
Pero no se aprecia un gran entusiasmo en los candidatos de la Nueva Mayoría -Guillier y Goic- por asumir esta herencia, que se supone tan diferente a la de Lagos y la fenecida Concertación.
El problema es que la visión autocomplaciente de Bachelet tiene una cara B. Su legado también es la retroexcavadora que puso fin a la política de consensos. Su herencia son páginas y páginas de propaganda en torno a una reforma constitucional de la que hoy apenas se habla. Ahí, la Presidenta guió a los chilenos por el Sinaí de esta discusión durante más de tres años, creando una innecesaria incertidumbre política y económica cuyo impacto en la imagen del país no se ha valorado adecuadamente. El legado también es una reforma educativa coronada por la gratuidad universitaria, una política regresiva que con el paso del tiempo creará nuevas injusticias. El legado también es una reforma tributaria que lastró el crecimiento empresarial. Es la derogación del estatuto de la inversión extranjera que asustó a los agentes económicos. Es la convocatoria de una comisión de "expertos" a la que no se le hizo el menor caso a la hora de elaborar una reforma de las pensiones que genera una paralizante inquietud sobre el futuro del sistema. Es una reforma laboral que introdujo nuevas rigideces. El legado es una importante subida de sueldos de los diputados y senadores que ha situado a los políticos chilenos entre los mejor pagados del planeta. También es una reforma electoral que debería mejorar la representación, pero que está ayudando a atornillar a los incumbentes en su puesto.
Por último, forma parte del legado el caso Caval, que afecta a los familiares directos de la Presidenta. Y sus inocultables efectos: la falta de iniciativa política de la Presidencia durante casi un año. Y un estilo político: el fin de la asociación entre el Jefe de Estado y el ministro de Hacienda que dio seriedad al manejo del país durante 20 años, su no sustitución por nada mejor, y el continuo reafirmar su autoridad, incluso a costa de tener que despedir a su delfín durante un programa de televisión.