Si tratamos de imaginarnos a nosotros mismos como un espacio enorme pero limitado, podemos hacerle hueco a nuestras emociones y sentimientos. Si está muy lleno, siempre habrá un pequeño lugar donde ponerlas, pero para que así sea se requiere hacer un esfuerzo consciente.
La pena es un sentimiento especial. Porque le arrancamos y a la vez no podemos vivir sin ella. Si alguien no siente pena por una pérdida, se asusta porque sabe que no es normal. Y hablo de la vida cotidiana. Se quemó con la plancha nuestro pantalón favorito o se murió el gato querido o se secó la planta que con tanto esfuerzo trajimos y cuidamos.
Todas son pérdidas. Y en el corazón también perdemos con frecuencia aspectos abstractos de nosotros mismos, como la capacidad de analizar un texto interesante, de sentir alegría de ver a alguien querido y pena de despedirnos, como ir perdiendo energía al envejecer, como ver a los amigos alejarse. En fin, tantas pequeñas y grandes pérdidas inevitables algunas, inesperadas otras.
No hay que pelearle a la pena. Hay que hacerle un hueco y dejarla. Es la mejor manera de que se quede dormida y no nos invada. Es el miedo el que la mantiene vivita y coleando y que le permite invadirnos enteros. Si la tratamos como un sentimiento normal, necesario, que nos permite ser empáticos y relacionarnos con otros, que nos duele o nos molesta pero nos hace humanos, que es el resultado inevitable del apego cuando se pierde el objeto de apego, si le hacemos un hueco y la dejamos tranquila, entonces lentamente ocupará el lugar que le corresponde y no se transformará en angustia.
Los hombres le tienen miedo a la pena. Es como si pusiera en cuestión su masculinidad. Aceptan la pena ante pérdidas trascendentes, pero es más fácil transformarla en rabia, sentimiento que les está permitido. Como buenos cazadores que fueron en los comienzos de la vida del hombre, el miedo y la rabia son parte de la vida. De ahí que les cueste lidiar con la pena propia y con la pena femenina. Sobre todo con la pequeña pena.
La pena enferma cuando se acumula. Hay que tener cuidado. El salto de la pena a la depresión es una alternativa cierta. Por eso es más sano vivir las penas, aceptar consuelos, buscarlos, usarlos, sin por eso quedarse pegados. Lo peligroso es acostumbrarse a ella o negarla. Eso sí nos enferma.