En medio de los aprontes, de las agotadoras especulaciones, del pánico porque su secuela se hunda en la taquilla y de las punzantes dudas acerca de si valía la pena o no emprender esa aventura, la protagonista secreta de todo lo que rodea a Blade Runner 2049 -que debuta este jueves- en realidad es la cinta original, la de 1982. Ella, en el fondo, es la causante de este embrollo, de esta ansiedad galopante porque la nueva entrega sea poco menos que una obra maestra para que toda la molestia (la de los cineastas, los productores, los fans, los medios) haya valido la pena. El punto es que el prestigio de ese tótem hoy luce inalcanzable. ¿Cómo compararse, entonces?
La pregunta se ha aplicado a otros clásicos reflotados recientemente como Mad Max y Alien, y en un par de años le tocará a Terminator (otra vez); pero esta vez la cosa es distinta, porque al contrario de las anteriores Blade Runner no gatilló secuelas ni un interés por prolongar la historia. Esta quedó suspendida en el aire, con el protagonista en perpetua fuga junto a la misteriosa replicante. Destino desconocido y final abierto. Al contrario de lo que sucede en estos días de infinitas continuaciones, donde cada película es apenas otro episodio más dentro de enormes esquemas narrativos que se planean con la frialdad de una Carta Gantt, lo más bello de la cinta siempre fue su en apariencia infinita capacidad de crecer "hacia dentro". Las fantasías que gatilló su asiática y polucionada visión de Los Angeles en 2019. El intenso escrutinio sobre Vangelis y la banda sonora que compuso para el filme. Las discusiones interminables en torno a si Rick Deckard (Harrison Ford) es o no un replicante. Su desafiante look neo-noir. La explosión del culto a Philip K. Dick, autor de la novela y hoy elevado al tope del canon literario moderno. La ola levantada por la obra ha sido tan robusta que ha terminado por ahogar a su propio director, Ridley Scott, quien en estas tres décadas y media ha profesado una inconfesada envidia contra su propia creación y le ha metido mano cada vez que ha podido: se cuentan al menos cinco versiones oficiales del producto y hasta los propios fans se encuentran divididos en torno a cuál es la mejor, la que cuenta de verdad; lo que no importa tanto a fin de cuentas, considerando que -para algunos- Blade Runner es más un fenómeno que una película.
Incluso a quienes -con razón- se resisten a endiosarla, esta les reserva un par de sorpresas en su cumpleaños 35. La primera es comprobar que, a pesar de su publicitado perfil futurista y cyberpunk, la cinta es una inconfundible hija del cine inglés de su tiempo, muy a pesar de los deseos del propio Scott, quien por entonces luchaba por separarse de esa chapa y camuflarse al interior el estilo americano; pero la evidencia está sobre la mesa: la morbidez apasionada de su paleta de colores, su barroco e intrincado diseño de producción y su torrencial visualidad, la emparentan directo con las muy británicas Jubilee (1978), de Derek Jarman, y Brazil (1985), de Terry Gilliam. Lo otro, es que una vez despojado de toda su mistificación, de sus reflexiones metafísicas en torno al hombre y la máquina, y de ese aroma a naftalina que inevitablemente va apoderándose de todo lo que consideramos intocable, el corazón de Blade Runner late con un innegable amor por la aventura y por el intoxicante vértigo de situar al héroe al borde de su mundo. Lo que este contemple desde allí podrá ser intriga, peligro, maravilla, misterio o infinito; pero es la aventura, en último término, la que sostiene toda esa entelequia, ese edificio.
BLADE RUNNER
(Inglaterra,
Estados Unidos. 1982).
Con Harrison Ford
y Rutger Hauer.
Dirección de Ridley Scott.
117 min.